A veces tengo la impresión de que en Costa Rica contamos con una versión sui géneris del mitológico caballo de Troya, aquel que ideó el astuto Ulises, rey de Ítaca, en la guerra de los griegos contra los troyanos.
En este caso, no lo imagino como un gigantesco equino de madera construido con árboles procedentes del monte Ida.
Tampoco lo vislumbro edificado con recursos naturales costarricenses; por ejemplo, cascos de Cocobolo, patas de Jaúl, vientre de Ceiba, cabeza de Cedro amargo y crin y cola de enredaderas y bejucos del bosque tropical húmedo.
Lo veo, más bien, como una especie de fantasma, espectro o aparición que, al igual que sucedió con el caballo de Troya, en lugar de ser un trofeo de guerra, es una trampa con el vientre lleno de enemigos que da al traste con lo que podrían ser triunfos y celebraciones.
Lo peor del caso es que no se trata de un malintencionado obsequio de algún enemigo externo, sino de un caballo que nosotros mismos diseñamos y construimos (con nuestras actitudes, desconfianzas, intereses particulares, cálculos egoístas y mezquindades) para que termine derrotándonos en muchas de nuestras batallas contra el subdesarrollo.
Dicho de otra manera, no solo fabricamos la ilusión de triunfo sino también la celada, el ardid y la zancadilla que nos impiden saborear las mieles del triunfo.
Esta es, sin duda, una versión más cruel y triste del caballo de Troya.
¿Nos decidiremos algún día a atender la voz profética de Casandra (quien en vano advirtió a los troyanos sobre los peligros que encerraba aquel equino) o seguiremos durmiendo con el enemigo, galopando sobre su lomo?