Según la narración de Lucas que muchos leerán esta semana, “en aquellos días se publicó un edicto de César Augusto, ordenando que toda la tierra fuese empadronada. Este primer empadronamiento fue hecho siendo Cirenio gobernador de la Siria”.
Flavio Josefo afirma que el censo tuvo lugar 37 años después de que Octavio derrotó a Antonio en la batalla naval de Accio, y provocó una insurrección dirigida por Judas el Galileo, natural de Gamala, revuelta que sofocó Cirenio.
El empadronamiento servía para cobrar el tributo de capitación. El tributum capitis lo pagaban hombres y mujeres de las provincias. Los ciudadanos romanos estaban exentos. Gravaba el capital y los bienes inmuebles.
En cumplimiento del deber formal de inscripción en el equivalente al Registro Único Tributario, María y José debieron desplazarse de Nazaret a Belén, unos 170 kilómetros que según Google Maps pueden recorrerse a pie en unas 35 horas. Con los caminos de entonces y con María encinta, cinco o seis extenuantes jornadas. Es probable que José o María fueran sujetos pasivos de este impuesto por tener alguna propiedad o, al menos, una expectativa inmobiliaria.
En el otro extremo de la vida de Jesús, también es Lucas el que nos detalla la acusación por la que lo condenaron: “Hemos hallado que éste pervierte a nuestra nación, prohibiendo pagar impuesto al César, y diciendo que Él mismo es Cristo, un Rey”. ¡De nuevo el tributo de capitación! Contrasta esa acusación con la famosa sentencia de “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, que quizás comentemos en otra ocasión. Por ahora, la constatación de que los impuestos nos acompañan de la cuna a la tumba y son un asunto que mezcla transversalmente tanto deberes ciudadanos como pesadas cargas, no siempre justificadas.
Estos desvaríos son mi forma de desear una feliz Navidad a los fieles lectores de esta columna, a mis corredactores y a nuestra amable editora.