Ella es empleada ocasional en un supermercado local, y su esposo labora en prevención del Sida. Pero ninguno de los dos trabajos es suficientemente regular para una “casa adecuada”, dice Zwai Lugogo, por lo que su familia vive aquí en una choza, en el asentamiento negro más grande de Ciudad del Cabo, arreglándoselas con delgadas paredes de metal pintado.
Muchos de sus vecinos (amas de casa, empleados de fábricas, asistentes de enfermería) están en el mismo predicamento, trabajando duro en los puestos disponibles para los sudafricanos negros, pero apenas sobreviviendo.
“El dinero que ganamos en el trabajo solo alcanza para mantener a nuestras familias”, señaló Lugogo, de 34 años, mientras niños del vecindario, incluyendo a su hijo de 3 años, corrían entre las estrechas calles.
“Necesitamos una intervención”, afirmó. Sudáfrica actualmente está considerando una.
De cara al creciente descontento por la situación económica entre los votantes negros, el Gobierno está sopesando algo más común en las economías desarrolladas: un salario mínimo nacional.
A finales del año pasado, un panel gubernamental recomendó aproximadamente $260 al mes, unos $1,5 la hora, una cifra chica incluso para Sudáfrica pero cercana al ingreso medio en un país donde la tasa de desempleo oficial es del 27 % y donde casi la mitad de la población vive en pobreza.
Cyril Ramaphosa, vicepresidente de la nación, respaldó el 8 de febrero la recomendación del panel, prometiendo que el salario mínimo entraría en efecto para mayo del 2018. Pero en una economía tan aletargada, los oponentes afirman que el esfuerzo destruiría puestos de trabajo, especialmente entre los menos capacitados.
Los partidarios de la medida contraatacan afirmando que el salario mínimo es la única forma de reducir la pobreza en una de las sociedades más desiguales del mundo, ayudando a desmantelar un sistema del apartheid diseñado para proveer mano de obra negra barata a una economía dominada por la minoría blanca.
Divisiones profundas
En pocos lugares las divisiones son tan profundas como en Sudáfrica. Comunidades ricas con estándares de vida iguales a los de Occidente y habitadas desproporcionadamente por gente blanca colindan incómodamente con asentamientos muy pobres.
Un sondeo del Gobierno dado a conocer en enero halló que los sudafricanos negros, quienes constituyen 80 % de la población, solo ganaron una quinta parte de los ingresos de los blancos en 2015.
Algunas economías africanas más pequeñas, como las de Camerún, Ghana y Costa de Marfil, ya tienen un salario mínimo nacional. Pero solo un pequeño porcentaje de sus trabajadores está en la economía formal y, por tanto, es elegible para el mínimo, dicen los expertos. E incluso para ellos, las reglas tienden a no aplicarse.
Un salario mínimo nacional sería más significativo en una economía grande como Sudáfrica, dicen los expertos, porque la fuerza laboral formal es superior (de alrededor del 80 % de todos los trabajadores). Millones de personas serían elegibles.
No obstante, Sudáfrica, la economía más desarrollada del África subsahariana, está soportando las mismas fuerzas que el resto del continente. No está creciendo lo suficiente para absorber una población en rápido aumento que está dejando las áreas rurales para buscar trabajo en sitios como Khayelitsha, uno de los asentamientos más grandes del país con cerca de 400.000 personas.
Hay otro motivo de urgencia para que el Gobierno actúe: el Congreso Nacional Africano, que ayudó a liberar a los sudafricanos negros del dominio de la minoría blanca y que ha gobernado al país desde 1994, sigue dolido por haber perdido la mayoría de las ciudades más grandes en las elecciones de julio del 2016.
En algún tiempo el partido podía confiar con el fiel apoyo de la mayoría negra. Pero la corrupción y el estancamiento económico entre millones de personas han erosionado constantemente el apoyo con el paso de los años, resultando en el peor desempeño del partido en las elecciones desde el fin del apartheid , en 1994.
Las frustraciones son evidentes en Khayelitsham; situado más o menos entre dos de las áreas más ricas de Sudáfrica: Ciudad del Cabo y la famosa zona vinícola de Stellenbosch. Establecido en 1983 por el gobierno del apartheid , Khayelitsha, que en xhosa significa “nueva casa”, aporta muchos de los trabajadores para ambas comunidades.
Las mañanas de los días laborales, poco después de que rompe el alba, los hombres y mujeres de Khayelitsha dejan sus vecindarios y caminan a las estaciones de tren o autobús más cercanas. Para muchos, el viaje al trabajo (un legado de la planeación urbana de la era del apartheid para separar áreas blancas y negras) tarda hasta dos horas por tramo.
Mucha gente de la calle de Lugogo, conocida como Twecu Crescent, dice que el viaje les cuesta una cuarta parte o un tercio de sus salarios mensuales. Para los sudafricanos negros a nivel nacional, el costo de los taxis, autobuses y demás transporte de pasajeros por carretera representa 5,4 % del gasto, en comparación con el 0,2 % para los blancos, quienes tienden a tener autos.
Tejiendo bonetes
Sentada cerca de la parte delantera de un autobús, al lado de una ventana, Makatiso Sekhamane tejía un bonete negro.
“Tejo cada vez que tengo un poco de tiempo libre”, dijo Sekhamane, de 47 años, explicando que normalmente termina un bonete en dos días y lo vende en $4.
Los bonetes suplementan los $400 al mes que gana trabajando seis días a la semana limpiando casas de gente blanca. Su esposo tal vez gane $150 reparando refrigeradores. Ambos ingresos mantienen a cinco hijos y dos nietos.
Se espera que gran parte de la discusión que rodea al salario mínimo nacional (encabezada por el Gobierno, empresas, trabajadores y académicos) se enfoque en esa cifra. Según el informe del panel, un salario mínimo mensual de unos $260 “maximizaría los beneficios para los pobres y minimizaría cualquier posibilidad” de desincentivo para trabajar.
La cantidad propuesta por el panel está por debajo de la línea de pobreza laboral de $325 al mes, pero dado que el ingreso medio de los trabajadores sudafricanos es de apenas $280 al mes, el mínimo ayudaría a reducir la desigualdad, indicó el panel.
En Twecu Crescent, muchos de los empleados ya ganan el mínimo propuesto, o más. Pero sus salarios están muy por debajo de lo percibido por los pocos residentes de las casas más bonitas ($600 al mes un empleado público, y $900 un oficial de policía joven).
El mínimo propuesto “no basta”, dice Nombeko Mndangaso, quien gana cerca de $165 mensuales trabajando cinco horas al día como afanadora en un asilo de ancianos. “No va a marcar una diferencia”, considera.
Con su esposo, quien gana $245 al mes como guardia de seguridad de tiempo completo, tienen un ingreso de más de $400 . Pero con el alquiler, transporte, luz y dos hijas, queda poco a fin de mes. Un salario mínimo de “al menos” $340 por persona, agrega, mejoraría la situación de su familia.