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Clase ejecutiva: “No hay soledad que un buen libro no pueda curar”

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No hay soledad que un buen libro no pueda curar. De niña lo aprendí y los prefería a los juguetes o las golosinas: Twain, Verne, Ibarbourou, Constancio C. Vigil, Kipling, cuatro libros sobre la gélida Mary Poppins (¡sí, eran varios!, la melosa versión de Disney sobre la en realidad muy áspera institutriz no se basaba más que en el primero). Las sirenas procaces de Peter Pan que tironeaban, burlonas, del vestido de Wendy, fueron mi primera aproximación a los únicos papeles a los que se podía aspirar, siendo mujer: la madrecita casta (bonita contradicción) o la bella salaz. O sus versiones extremas: hadas y brujas.








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