No hay soledad que un buen libro no pueda curar. De niña lo aprendí y los prefería a los juguetes o las golosinas: Twain, Verne, Ibarbourou, Constancio C. Vigil, Kipling, cuatro libros sobre la gélida Mary Poppins (¡sí, eran varios!, la melosa versión de Disney sobre la en realidad muy áspera institutriz no se basaba más que en el primero). Las sirenas procaces de Peter Pan que tironeaban, burlonas, del vestido de Wendy, fueron mi primera aproximación a los únicos papeles a los que se podía aspirar, siendo mujer: la madrecita casta (bonita contradicción) o la bella salaz. O sus versiones extremas: hadas y brujas.
La adolescencia fue planear desde la copa del árbol que se convirtió en mi sala de lectura, y aterrizar en Latinoamérica: Salarrué, Magón, muy obviamente Cortázar, muy obviamente Neruda, cambiar al Pato Donald por Mafalda, en fin, el boom . También Kafka, el teatro –que de niña no leí, escandalizada por la insolente ausencia de narrador– y más poesía. Y alguien me va a odiar, pero también el Quijote, antes del colegio, porque decían palabrotas, se tiraban pedos y porque me dio la gana.
Un buen libro nos permite conocer el mundo. Y leerlo de nuevo, a los años, nos permite además conocernos a nosotros mismos, descubrir a ese que fuimos a partir de los recuerdos que privilegió nuestra memoria y de lo que decidimos lanzar al olvido, al comprender lo que no comprendió nuestra candidez en su momento.
Del libro más antiguo que registra mi memoria no retengo más que las imágenes: dibujos de niños piadosos en actitud de rezo. Pero mamá, siempre ocupada, me lo leía por la noche y ella, al fin, me pertenecía. Eso es el hogar: historias que se escuchan junto a la hoguera, bajo la inmensidad sideral.
No hay soledad que un buen libro no pueda curar: tras la voz del autor, la voz del mundo; tras la voz del mundo, la voz antepasada del amor cómplice entre padres e hijos; la voz de un Prometeo piadoso entregándonos el fuego.
Desocupado lector, bendito sea tu ocio. Compremos libros. Leamos a los niños.