No tengo WhatsApp. No tengo Facebook. Ni siquiera tengo un celular inteligente.
Tenía hasta hace nada un Nokia cuaternario, orgullo de mi patética rebeldía y bochorno de mi hija adolescente, pero el mar lo bautizó de un manazo y lo mató. Desde el punto de vista tecnológico, soy amish envenenada.
Me niego a progresar, a estar en contacto crónico con parientes, amigos, conocidos, desconocidos y enemigos, quizás por culpa de un fuerte trauma. Incluso dos. Primero: quien me enseñó a usar la computadora, me enseñó a gritos. Segundo: papá me llevaba a hacerme poetisa a la temprana edad de quince años, a talleres atestados de poetas (a la par mía, atestados de años) y el terror al ridículo me hacía desear la muerte o la afonía. Ser invisible era una meta importante.
Odio exhibir la intimidad, y más aún presenciarla, y eso es precisamente lo que ocurre en Internet: la eclosión del exhibicionismo. Odio ver a mi hija confirmar su tarea en el Facebook del profesor de biología y descubrir que su hirviente pasión por la bibliotecaria lo mueve a llamarla “gordis”, “cuchi”, “cosita” y otros apelativos de dulzor tal que acabarían con un diabético.
No necesito saber si a alguien le pican las rodillas, o qué cara puso su pato a la naranja, ni cómo se ve su Pandora o los cuadritos del fulano en el gimnasio. Ya se reirán de nosotros –cándidos imberbes de la historia– las generaciones futuras, que nomás tuvimos los medios expusimos trapos y pelos en la pantalla. Valiosa y escasa será la privacidad. Ya hay hoy quienes pagan por “el derecho al olvido” e intentan borrar su rastro de Internet como tatuados arrepentidos.
Entre tanto, denme chance. Todavía no quiero llegar al siglo XXI. Por el momento y mientras lo logre, me aferro como antigualla a mi derecho al silencio. ¡Y a la ignorancia! Por favor, no me dejen saber cómo lo llama a él la bibliotecaria.