Originalmente, el término chévere se ubica como derivado del lenguaje de esclavos africanos nigerianos que hablaban la lengua efik. La palabra significa bueno, bonito, estupendo, magnífico.
Su uso se fue dispersando por la costa Caribe de países como Cuba, República Dominicana, Colombia y Venezuela, arraigándose particularmente en este país.
El término también fue elegido por un movimiento estético-político de orígenes diversos, pero que señala a Pablo León de la Barra (México, 1972) y a Beatriz López (Colombia, 1977), como sus gestores principales.
¿De qué va el cheverismo? Según López, surge como un movimiento alternativo para dar a conocer –de manera profesional– el trabajo de artistas emergentes. Lo caracteriza la flexibilidad, la ubicuidad y su capacidad de mutar de acuerdo con … ¡los presupuestos!
Efectivamente, ante una crisis económica que afecta todo los niveles, el arte joven y emergente opta por articular una red en varios países (Guatemala, México, Colombia, Costa Rica) para realizar exhibiciones y simposios. También destaca entre sus puntos, el humor: un no tomarse (demasiado) en serio, recurrir a estrategias visuales divertidas y casuales que puedan precipitar alguna celebración o contemplación.
Actualmente se exhibe en Costa Rica en el Museo de Arte y Diseño Contemporáneo (MADC) la primera muestra de cheverismo, presentada por Stefan Benchoan y Emiliano Valdez, guatemaltecos a cargo de Proyectos Ultravioleta. Han invitado a varios creadores locales (Federico Herrero, Lucía Madriz, por ejemplo) que coinciden con los lineamientos cheveristas.
Un coctel tropical con piña y papaya que se bebe desde una manguera o una maceta con una bella planta autóctona, puede formar parte –y de hecho lo hacen– de una muestra cheverista. Rescatar lo cotidiano, agregarle una pizca de desenfado y romper con algún paradigma anterior, caracterizado por una cierta obsesión identitaria, también forman parte de la agenda cheverista.