En un reciente concurso internacional que se efectuó en nuestro país, todos los jóvenes pianistas de una de las categorías debían tocar la misma pieza de un compositor costarricense.
En algunos casos, las diferencias se basaron en la velocidad de ciertas secciones.
En otros se refería más bien a los matices empleados, o sea, secciones que sonaban más fuerte o más suave. Algunos decidieron introducir pequeñas pausas, que aportaban a la forma general de la pieza.
Hubo versiones contemplativas, otras muy líricas, algunas muy rítmicas y hasta casi agresivas. ¿Y por qué tanta diferencia? Bueno, porque a pesar de que la notación musical ha avanzado mucho, no todo se puede anotar.
A diferencia de siglos anteriores, la notación permite saber la altura exacta de los sonidos y su duración.
Pero una nota puede tener fluctuaciones leves de altura, si el ejecutante introduce variaciones al tocar con mayor o menor presión la cuerda con su arco.
Fluctuaciones leves en la emisión del sonido o en su respiración, en el caso de cantantes o instrumentistas de viento, también pueden introducir variaciones importantes.
La duración de una nota también puede terminar segundos antes o alargarse levemente. Además, en la notación actual se puede indicar los matices, pero de manera general para una sección, no para cada nota.
Las partituras serían imposibles de leer si cada nota requiriera información para ser tocada. Todo esto permite que cada intérprete, de acuerdo con sus conocimientos y sus sentimientos, cree una versión única de la obra. Y es lo que permite que, como auditores, nos identifiquemos con la interpretación de uno u otro. Los invito a escuchar dos versiones de Amarilli (Giulio Caccini, S. XVI) una de 2012, por el contratenor Philippe Jaroussky, ( https://www.youtube.com/watch?v=roJSYFu3pYk ) y otra de 1946, del barítono Giuseppe de Luca ( https://youtu.be/isBiVrQylBs ).