Quizás la única forma efectiva de bajar de peso sea convertir el ser delgado en un placer. Los delgados, esos seres incómodos que ponen en evidencia la adiposidad de los demás, lo son por dos razones, una injusta: lo heredaron y su ultrajante metabolismo les permite devorar como zompopas sin que se amedrente la balanza, o por otra justa y bien ganada: son mesurados, eligen bien lo que se llevan a la boca o saben cerrarla ante una calórica propuesta indecorosa.
Los obesos se vengan de la aspereza del mundo hundiendo el morro en un pandemónium de grasas gruesas, féculas densas, azúcares pecaminosas. Y ese estremecimiento de glándulas en éxtasis es lo que el candidato a esbelto debe lograr, pero por otros medios. Con humildad repasemos el porcentaje de alegría que le brindamos al cuerpo: ¿hay déficit de orgasmos, de abrazos, de sol, de sueño, de movimiento?
Lo primero, pues, sería buscar amor legítimo, vida sana, realización personal, todo aquello que deseamos compensar con una hamburguesa doble con tocino. ¿Difícil? Pues lo es aún más: para salivar delante de un platillo saludable debemos conseguir no solo que este sea sexi, sino abandonar por siempre la modorra gris de la rutina alimentaria, traicionar los restaurantes acostumbrados con otros nuevos, defraudar a los fiesteros triatlonistas del trago que pretenden arrastrarnos. Ojalá aprender a cocinar. Sí, todo eso. Y quién está dispuesto.
De nuevo la balanza: ¿Por qué no tengo tiempo? ¿Qué puede haber más importante, que me impida iluminarme con los secretos culinarios de Grecia, de Oriente, del modesto picadillo de chayote? ¿Es tener barriga requisito insoslayable para tener dinero?
Llegar a ser delgado no es sencillo porque no se limita a cambiar de menú: hay que cambiar de vida. Ser otro, con prioridades distintas, capaz de diversificar el disfrute.
¿Quién dijo que era fácil? En realidad, todo el mundo: las revistas, Internet, los programas matutinos. Mienten como condenados: puede ser muy difícil. Pero vale la pena.