En la Edad Media, volverse famoso por componer una canción era algo casi imposible. Los trovadores, troveros o los minnesinger , poetas-compositores, acompañados por los juglares y ministriles, iban de castillo en castillo entreteniendo a los nobles. Pero una vez pasada la visita, lo que probablemente quedaba de ella era el recuerdo del texto y el fragmento de alguna que otra melodía. Solo en los castillos de los más poderosos se podía contar con músicos cada día; el resto tenían que conformarse con visitas esporádicas de músicos diferentes con repertorio diferente cada vez.
La situación de los compositores comenzó a cambiar en el siglo XVI, cuando la música empezó a imprimirse. Las personas contaban así con una partitura que les permitía reproducir la pieza, aunque no estuviera presente el compositor. Para finales del siglo XIX, surgió en Nueva York una activa industria de publicación musical, denominada Tin Pan Alley . Las partituras de música popular, de una o dos páginas, se vendían hasta en los puestos de venta de periódicos.
Pero la verdadera revolución para la distribución musical se dará alrededor de la década de 1930, cuando los aparatos fonográficos y radiofónicos empezarán a tener distribución masiva en la población. A partir de ese momento ya no sería necesario saber cantar o tocar un instrumento para poder escuchar música.
El cine dará nuevamente un gran impulso a la carrera de algunos artistas, que ya no solo serán conocidos en su país sino a nivel mundial.
En la actualidad, las posibilidades que ofrecen los aparatos de grabación y de video, cada vez más pequeños pero de gran calidad, así como las posibilidades que ofrece la web de distribuir su propio material musical, permiten que de un día para otro se conozca una pieza y el compositor se vuelva famoso. Sin embargo, eso mismo hace que rápidamente el material sea sustituido por otras novedades. Es una carrera vertiginosa en la que lo importante es muchas veces impactar visualmente, para poder mantenerse en la memoria de los que escuchan.