Como les había comentado, el supuesto de que “el vino mientras más viejo mejor” resulta falso para muchos de los estilos que encontramos en el mercado.
Durante la guarda del vino se producen cambios que afectan su calidad, cambia el color, la frutosidad va disminuyendo, la percepción de acidez también baja, se forman nuevos aromas denominados terciarios o buqué, los taninos o sensación de astringencia en tintos se suaviza, haciendo al vino más redondo en el paladar.
Los vinos que se benefician con la guarda en botella son aquellos que, recién hechos, tienen concentraciones iniciales altas, buen nivel de acidez y gran contenido de taninos (en el caso de los tintos).
En el caso de los vinos blancos, la gran mayoría, sobre todo si no han pasado por roble (añejado en barricas) en su elaboración, son vinos que se deben consumir jóvenes, lo antes posible. Máximo tres años después de la cosecha (año que aparece en la etiqueta).
Es el mismo caso de los vinos rosados, salvo contadas excepciones, estos no están pensados para la guarda y se disfrutan mucho mejor en su juventud.
Para los tintos, el precio, si bien no está directamente relacionado con la calidad, sí sirve como referencia para establecer el potencial de guarda.
Vinos de precio medio a bajo, normalmente son vinos más bien sencillos, sin guarda en roble, elaborados con uvas provenientes de viñedos de rendimientos más bien altos, por lo tanto, el vino resultante está pensado para consumo joven y no ganará nada con la guarda.
Conforme vamos subiendo en precio, la concentración de los vinos va aumentando, porque se elaboran con uvas de mayor calidad. Esto determina que puedan permanecer más tiempo en la botella, sin embargo, la gran mayoría están listos para consumirlos cuando salen a la venta. Solo aquellos vinos que en su juventud se perciben demasiado tánicos o astringentes, con mucha intensidad y buenos niveles de acidez, merecerán ser guardados y justificarán la espera.