El epicúreo Brillat Savarin define la trufa como “el diamante de la cocina”, un ingrediente que ha fascinado por siglos a reyes, cocineros y sibaritas.
Otros escritores aseguran que “este tubérculo evoca recuerdos eróticos y glotones: no solo es considerado delicioso para el gusto, sino que está asociado a los más dulces placeres.
Rossini la definió como el “Mozart de los hongos”.
Su nombre proviene del latín tuber , pertenece al orden de los amicetes y vive en las raíces de árboles como las encinas, avellanos y principalmente robles.
Crece de forma subterránea como parásito, en terrenos calizos, soleados y permeables, entre 5 cm y 30 cm bajo tierra, con un tamaño de entre 3 cm y 7 cm.
Las trufas son escasas por la imposibilidad de cultivarlas.
Se descubren por el aroma que desprenden al tener su punto justo de madurez después de la Navidad. Este aroma es identificado únicamente por ciertos animales como los cerdos y los jabalíes en Périgord, las cabras amaestradas de Cerdeña y perros en Italia y en España.
Las trufas más buscadas y preciadas son la negra del Périgord, insignia de la cocina francesa, con un perfume intenso y delicado. Muchas veces evocando madera y tierra, y una pulpa negra violácea con vetas blancas. Entre las combinaciones más clásicas están las aves y animales de caza y el foiegras .
También las blancas que son los célebres tartufi del Piamonte, con acentos de ajo, parmesano, miel y flores, sabor aterciopelado, cremoso y de color gris perla. Se consumen preferiblemente crudas, cortadas en láminas delgadas. Son protagonistas del risotto tartufato . Su precio alcanza hasta los 6.000 euros por kilo.
Cada una de estas clases de hongos tienen un campo de utilización en su propia cocina con su huella aromática única y delicadísimo sabor que –aunado a la escasez de su producción– ha envuelto al mundo gastronómico llevándolo inclusive a niveles de verdadera devoción por este misterioso producto.