Escuchamos y leemos que ya es Navidad, al tiempo que trabajamos hasta altas horas de la noche añorando la quincena, el aguinaldo y desde luego que el 24 y el 31. Enfocados en la entrega de resultados, la fiesta de la empresa y quizás un amigo invisible, fácilmente olvidamos lo más valioso de estas entrañables fiestas.
Hemos buscado la felicidad cada uno de los 365 días, a veces de manera deliberada, pero la mayoría de forma intuitiva. Logros y frustraciones se escribieron en nuestras agendas, mientras muchos de los sueños se quedaron esperando en la puerta.
“Le di mis mejores años a la empresa y no llegué a ver los frutos”, comentó una madre y ejecutiva de una multinacional, reclamando el tiempo que no pudo dedicar a su primer bebé por lograr una promoción a un puesto con menores viajes al exterior. “Ahora estoy esperando para renunciar y atender también a mi segundo hijo que acaba de nacer”.
El reloj marcará las 12. Pero, ¿cuál es el propósito de nuestras vidas? Nuestros principales motores tienen nombres y apellidos. Los vemos cada día pero poco: en casa, en la calle, también en el trabajo.
Compartimos, pero no conversamos lo suficiente: parientes, amigos y colegas que pasan pruebas duras y no las conocemos; también las familias distantes y aquellas personas pobres y necesitadas.
Caerá la noche, esperamos un gran regalo... pero ya lo habíamos recibido, y olvidamos celebrarlo cuando le vemos a los ojos, sin caer en la cuenta de que es un tesoro.
El bienestar físico y profesional es importante, pero unido al bienestar personal, el afectivo y el espiritual.
Llegará el año nuevo, en una playa, en la casa, a lo mejor en un bar. Hay muchos propósitos de año nuevo, pero ¿cuántas noches de Navidad con propósito hemos vivido? Recibimos un mensaje: volvamos a trabajar.