En el reconocido barómetro de confianza que Edelman realiza cada año, se evidencia una baja de la confianza que la sociedad tiene en los líderes empresariales y en las empresas. Un 80% de las personas consultadas dicen desconfiar de las empresas, el Gobierno o ambos. Y aún así, la confianza es un tema de la máxima importancia.
La falta de confianza genera inestabilidad en el funcionamiento del entramado social y drena sensiblemente los esfuerzos que se hacen para resolver los problemas.
Cuando la confianza decrece, paralizamos la acción e incrementamos los mecanismos de control. Gran cantidad de recursos en tiempo y dinero se pierden en la indecisión y la burocracia creada por la procesos de verificación.
Cuando los ciudadanos desconfían del Gobierno y las empresas, bajan sus expectativas de inversión y se genera lo que se llama una profecía de autocumplimiento, por la que se hace realidad la creencia de un mercado a la baja, que deja de invertir y se precipita así la desaceleración económica.
En ese sentido, la confianza es fundamental en el prestigio de una persona o de una institución. Por ejemplo, el valor de una marca es en buena medida el valor de la confianza. Valoramos una marca porque confiamos en que los estándares de calidad en el producto o servicio serán consistentes con nuestra expectativa. Y por ello la compramos, pagamos más, la recomendamos y hasta la defendemos.
Tres fuentes
Entonces ¿qué causa la confianza? Se suele hablar de tres fuentes de confianza: habilidad, benevolencia e integridad.
Por su habilidad damos nuestra confianza a quien es capaz de ejecutar la tarea: el que sabe cómo se hace. Puede ser que lo sepa por experiencia o por estudio, pero a más de uno nos ha quedado claro que “las buenas intenciones no bastan” y pueden incluso llevarnos a peores resultados que las malas. No tiene méritos para ser confiable el que ignora, el que ha fallado, o el que no sabe cómo hacerlo. No quiere decir que no pueda llegar a mejorar, pero tendrá que ganarse nuestra confianza.
La palabra benevolencia, de raigambre clásica, significa “querer el bien”. Doy mi confianza a quien percibo que tiene buenas intenciones con respecto a mis propios objetivos. No se merece mi confianza quien solo va por lo suyo, la persona egoísta o mal intencionada, aún cuando sea muy capaz.
No hace mucho me contaba un amigo que había despedido a la persona más capaz que había conocido en toda su carrera ¿Porqué? Le pregunté de inmediato: “Tenía siempre una doble agenda”. Me quedó claro.
Finalmente, le otorgamos la confianza a la persona íntegra: el que hace y dice de manera coherente con una escala compartida de valores.
Nos ayudamos del filósofo Kant, quien nos da una pista práctica sobre la integridad: “aquel cuyas acciones puedan ser erigidas como norma universal de comportamiento”. Algún filósofo urbano lo formulaba diciendo “al que no le preocupa que le publiquen sus acciones en la primera plana”. En algunos idiomas la palabra confianza ( trust , en inglés) está asociada en su origen terminológico con el término “verdad” ( truth ). Confiamos en la persona que dice la verdad y que actúa con honestidad, sin dobleces.
No basta una de las tres. La confianza refiere a un determinado dominio y, por ello, requiere pericia, y porque creemos en las buenas intenciones y en su coherencia de valores, decidimos hacernos vulnerable frente al otro.
Sin confianza se desmoronan las instituciones y los mercados, se desploman las relaciones humanas personales y profesionales y, aun más, se apaga sin remedio la posibilidad de dirigir y hacer equipo.