Existen diferentes avenidas que el nuevo gobierno puede utilizar para reducir el déficit fiscal. Un punto de partida obvio es enfocarse en la eficiencia operativa y una de las áreas con menor costo político, podrían ser las administrativas, reduciendo duplicidades mediante el establecimiento de centros de servicios compartidos para instituciones con un fin común.
No obstante, aunque la mejora de eficiencias genera ahorros y mejora servicios, la historia nos ha enseñado que no es suficiente para reducir significativamente el déficit. Los gobiernos tienen que transformar radicalmente la gestión pública para lograrlo.
Tenemos experiencias internacionales como la de Canadá, que en los 90, tenía una deuda aproximada del 70% del PIB y un déficit del 9,2%. Ejecutó una rigurosa evaluación de programas, respondiendo a “¿cuál es el rol gubernamental?” en lugar de “¿qué debemos recortar?”. Se obtuvo el consenso para eliminar la deuda y se logró que aquellos programas que no pasaron la prueba fueran abandonados o transferidos. Los mayores ahorros se generaron por “dejar de hacer cosas” pues el esfuerzo por mejorar eficiencia no resultó significativo. El presupuesto volvió a ser superavitario en una década.
En Suecia, entre 1995 y 1998, con deuda pública de 84% del PIB, aplicó un programa de tres años que impuso techos en gasto de ministerios, logró reducir el presupuesto en un 11%. Después del 98, se le exigió a los entes públicos niveles de productividad similares a los del sector privado y en el 2006 la deuda disminuyó a 40% del PIB.
Y está Irlanda, del 2008-09, que estableció un grupo especial para evaluar los gastos de cada entidad y los temas transversales, cuestionando si los servicios eran necesarios y, si lo eran, si el sector público o privado los debería proveer. En el 2010 hubo un 9,3% de ahorros en los gastos públicos.