Una de las motivaciones que me mueve a escribir esta columna es quitarle al vino ese halo de sofisticación y exclusividad que ha tenido por mucho tiempo. Mi cruzada personal es proponerles esta bebida como la opción para todos los días.
Esta semana es el turno de su inseparable compañero, el recipiente en el que se sirve.
Debemos entenderlo como un accesorio y elegirlo de acuerdo con la ocasión y con las características del vino, tal como lo hacemos cuando elegimos los zapatos para complementar un determinado atuendo, escogido en función de cada actividad.
Una escena habitual en las mesas de países productores es un vino sencillo servido en vaso acompañando los momentos casuales del día a día. Si, leyeron bien, servido en vaso. Lo hacía mi abuelo enólogo, mi papá, amante de los vinos y muchos profesionales actuales de la industria enológica. El vaso a utilizar para estas ocasiones informales tiene, eso si, una característica que se repite. Son vasos cortos y más bien pequeños, iguales para blancos y tintos, que no buscan resaltar las cualidades de la bebida, sino más bien ser un contenedor de uso práctico.
Ahora bien, si aumenta la formalidad de la ocasión, también lo debería hacer la complejidad del vino y, por lo tanto, es preferible optar por las más estilizadas y decorativas copas, las que dejan de ser solo un recipiente y pasan a ser verdaderos cómplices para mostrar y potenciar las características del vino. Uno se puede complicar la vida tanto como desee. El mercado ofrece muchas opciones, de diferentes precios y calidades. Existen incluso marcas que se han dedicado a desarrollar copas específicas para cada tipo de uva y estilo de vino en particular. Para mí, el set mínimo que deberíamos tener es una copa más pequeña para mantener la frescura del vino blanco, otra de mayor tamaño, buscando resaltar la expresividad de los tintos más complejos y la infaltable flauta, para poder observar la persistencia y elegancia de la formación de burbujas en el vino espumoso.