Según estadísticas publicadas por el FBI, durante la prohibición del alcohol –1919-1934– la tasa de homicidios en EE. UU. alcanzó un promedio de casi 9 homicidios por cada 100.000 habitantes y el mismo nivel durante la llamada guerra contra las drogas entre 1969 y el presente. En los periodos sin prohibición y sin guerra contra las drogas, la tasa de homicidios baja aproximadamente a la mitad.
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La criminalización de los ambientes comunitarios por la presencia de narcotraficantes ilegales atrae crimen e impulsa al consumo de drogas mucho más fuertes y peligrosas. La legalización y distribución legal de la marihuana no impacta el porcentaje de adictos, lo que está mucho más influido por problemas de personalidad, desempleo, pobreza, ambiente comunitario y acceso a otras drogas.
Su legalización sí descriminaliza el ambiente, lo libera de drogas más fuertes impulsadas por criminales que quieren expandir su negocio, y lo libra de un ambiente de violencia y riesgo constante.
Una comunidad en que las drogas son ilegales se caracteriza por la presencia de narcotraficantes en las calles, adictos e indigentes, un ambiente en que se dan transacciones ilegales, robos, asaltos y violencia de jóvenes que procuran recursos para consumir y por la profundización del crimen hacia prostitución, tráfico de armas y extorsión, conforme los narcotraficantes diversifican su actividad criminal.
Una comunidad con drogas legales elimina lo anterior en un altísimo porcentaje, permite monitorear el estado de salud de quienes consumen, y reduce radicalmente los costos cada vez mayores del sistema judicial y carcelario.
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Y una sociedad que legaliza la marihuana puede hacer uso irrestricto de sus enormes beneficios como medicamento, alimento, fuente de fibra y reduce así importaciones; por ejemplo de analgésicos y antiinflamatorios para algunas de las enfermedades que más los requieren.
Es hora de repensar la guerra contra las drogas, que ni es nuestra ni debe ser guerra.