E n nuestra edición anterior (No. 1.143, 26 de agosto-1° de setiembre) analizábamos la operación de Uber en Costa Rica. En esta edición nos referimos al fenómeno Airbnb, forma similar de economía colaborativa, parte de las llamadas tecnologías disruptivas. A partir de una aplicación accesible vía Internet, se organiza un mercado de oferentes y demandantes, en este caso de servicios de hospedaje temporal principalmente para turistas.
En el caso de Airbnb en nuestro país no están de por medio concesiones de servicio público, como ocurre con los taxistas, por lo que las complejidades jurídicas son quizá menores.
Sin embargo, los hoteles que operan formalmente se consideran afectados: deben pasar por múltiples permisos y trámites y están sujetos a impuestos que hoy no pagan los anfitriones en Airbnb, particularmente el 13% de impuesto sobre las ventas.
La transnacional ha propuesto actuar como recaudadora de un eventual impuesto sobre ventas o valor agregado, pero se ha resistido a suministrar a Hacienda información sobre los ingresos de los anfitriones afiliados al sistema.
Estos deben pagar impuesto sobre la renta por esos ingresos, pero el control es difícil. Otras naciones han regulado la actividad e incluso le han establecido tributos específicos.
En Costa Rica hay casi 8.000 anfitriones y 14.000 aposentos, de acuerdo con datos aportados por Airbnb.
Los hoteleros estiman que eso representa una fuga de $88 millones en impuestos, por lo que piden que se cobre el impuesto de ventas a los anfitriones, al igual que lo pagan los hoteles.
Los anfitriones de Airbnb no se ven como competencia de los hoteles. Consideran que su oferta es más personalizada y hogareña, que atrae a viajeros distintos; por ejemplo, gente que no estaría dispuesta a pagar el costo de un hotel, lo cual favorece la llegada de más turistas al país.
¿Cuál debería ser la actitud del Gobierno de la República?
Como lo señalamos a propósito de Uber, estas tecnologías disruptivas son la tendencia del futuro. Asumir una posición draconiana frente a ellas va a ser desgastante y el pulso probablemente lo pierda el Gobierno, frente a la realidad y a los beneficios que oferentes y usuarios encuentran en este tipo de operación.
Por eso el Gobierno –en este caso la administración Solís Rivera– debería impulsar proactivamente la regulación de estas actividades, como se está haciendo en otros países.
El Poder Ejecutivo debería valorar primero lo que se puede hacer por vía reglamentaria, dentro del marco legal vigente.
Posteriormente, debería promover la discusión de las iniciativas de ley sobre economía colaborativa que han sido planteadas en la Asamblea Legislativa, con el propósito de articular un proyecto de ley que logre el nivel necesario de consenso para ser aprobado.
No abogamos por favorecer actividades al margen de la ley, pero la ley tiene que adaptarse a las nuevas realidades.
¿Estaríamos mejor si hubieran prosperado los intentos por detener el uso de Skype porque competía con la telefonía tradicional?
¿O si se hubiera impedido el uso de la aplicación Waze porque maneja información sobre vías públicas?
Sin duda alguna, la disrupción tecnológica brinda oportunidades para simplificar trámites, aumentar la competencia y darle más opciones a los consumidores, y hay un claro interés público en el logro de estos objetivos.
En el sonado caso del cemento chino, el Presidente de la República ha argumentado que su intención fue tratar de romper el duopolio existente en el mercado e introducir competencia.
Sin entrar en detalles sobre ese caso ni pretender validar la forma en que se actuó, ¿por qué más competencia es buena en ese caso y no en otros, como el transporte de personas o los servicios de hospedaje?
Lo reiteramos: que se definan reglas claras y equitativas sobre estas nuevas formas de prestación de servicios, en beneficio de los consumidores y protegiendo los intereses legítimos del fisco. No permanezcamos cautivos de los gremios ni insistamos en pelear contra el futuro.