Lunes a las 6:00 a. m. Se han cerrado dos carriles, del total de tres, en que veníamos circulando por la carretera Bernardo Soto desde Manolo’s y en dirección al aeropuerto.
Inmediatamente miles de vehículos –furgones, camiones de reparto, autobuses, taxis y carros particulares– se ven inmersos en una tremenda presa.
En esta congestión vial hay muchos miles de personas que para llegar a tiempo a sus destinos han madrugado y ahora tienen que llenarse de paciencia.
Los miles de vehículos atascados siguen todos con el motor encendido, quemando combustible de manera ineficiente y emitiendo carbón a la atmósfera, a pesar de que prácticamente no se avanza.
De repente, adelante y a la izquierda, un bus abre un segundo carril. El chofer ha desplazado dos de las barreras anaranjadas con el peso de su vehículo y violando lo dispuesto por quien sea el encargado, empieza a circular por este “carril prohibido”.
Difícil entender por qué estaba cerrado si no hay maquinaria ni hombres trabajando. La alegría dura poco: dos kilómetros adelante hay que regresar al carril único, pues ahora sí hay maquinaria y vagonetas obstaculizando el paso.
No se ve a nadie trabajando, como todo el fin de semana en que la obra no avanzó.
Hace dos años se construye este tramo de 11 kilómetros. En cualquier otro país se hubiera hecho una carretera de cientos de kilómetros en el mismo plazo.
No sé quiénes serán los “especialistas” que programan los trabajos y los cierres parciales de vías, pero sí que no les importan ni la productividad, ni los costos en que hacen incurrir a empresas y ciudadanos, y menos aún la calidad de vida de quienes hacen uso de la infraestructura en que trabajan.
Seguramente sus criterios son durar bastante para tener trabajadores y maquinaria ocupados, que la obra le cueste poco al Gobierno, aunque nos cueste una fortuna a todos los demás.
De verdad que no entiendo.