La revolución cubana despertó esperanzas. Fin de las dictaduras militares oligárquicas, ilusión de una nueva relación con los EE. UU., ansias de justicia social en una región con un fuerte legado de opresión.
Sin embargo, la experiencia no sintonizó con las expectativas. La dictadura del partido único, la militarización de la sociedad y la injerencia militar en el extranjero sustituyeron a Somozas y Trujillos.
La hostilidad norteamericana desembocó en el aventurerismo de aliarse con la URSS, exponiendo al mundo al holocausto nuclear.
La utopía de transformar los Andes en la Sierra Maestra de América Latina llevó a extender la guerrilla a sus vecinos. La colectivización de la producción produjo pobreza y escasez.
Los EE. UU. no entendieron; empeñados en conservar su hegemonía, en medio de la bipolaridad, no comprendieron el nacionalismo latinoamericano, ni el deseo de democracia política e inclusión social. La obsesión anticomunista venció al análisis y a las decisiones sosegadas, su visión binaria alimentó los delirios socialistas de una Habana sin proletariado y sin fuerzas productivas vigorosas.
Medio siglo después Castro y Obama se dan la mano en el contexto de una situación internacional donde los tambores de guerra vuelven a sonar en el mundo. .Los EE. UU. quieren volver a ser buenos vecinos, asegurando su zona de influencia y los cubanos se dan cuenta de que socialismo con pobreza no rima. Como dijera Deng Xiao Ping, que es glorioso enriquecerse.
La izquierda radical latinoamericana ha quedado perpleja, como cantaba Sabina: “No habrá revolución. Es el fin de la utopía (…) Y uno no sabe si reír o si llorar viendo a Trotsky en Wall Street fumar la pipa de la paz”.
El proceso será largo. Obama tendrá que pagar un precio a la extrema derecha, atrincherada en el Congreso y los cubanos tendrán que explicar los apretones de mano con el enemigo imperialista.
Todavía falta camino por recorrer.