Vivir en comunidad no es cosa fácil. Por una parte, ejercemos nuestra libertad y, por otra, la defendemos frente a quienes pueden violentarla. Necesitamos protección y para eso hemos inventado el Estado.
Esa invención tiene inconvenientes: el encargado de administrar la violencia legítima, está a cargo de humanos que pueden caer en excesos.
Las sociedades democráticas han tenido dificultades para mantener ese delicado equilibrio entre libertad y seguridad. El terrorismo, el narcotráfico y la delincuencia organizada imponen la reorganización del esfuerzo protector; pero se ha desarrollado una enfermiza pasión por castigar, brincándose la órbita de la libertad.
Algunos estados se transforman en policiales, atropellan las libertades individuales, so pretexto de proteger y terminan abusando al no observar las instituciones del Estado democrático de derecho.
En muchos países se atropellan las reglas del debido proceso judicial y se equipara al sospechoso con el culpable, manipulando el argumento de los derechos de las víctimas.
La discusión en torno a un desafortunado proyecto presentado por un diputado “libertario” es un ejemplo. Mostrar los rostros de los detenidos viola elementales derechos de la persona. Acusado no es condenado, mostrar su rostro es someterlo al juicio mediático sin defensa, dando credibilidad inmediata a las sospechas policiales.
Las víctimas del ilícito tienen derechos, pero eso no tiene nada que ver con privar al acusado de su derecho a la defensa.
La democracia y el derecho van juntos. La democracia no admite adjetivos (estrecha u amplia); democracia implica la titularidad del poder en la ciudadanía y no en el aparato de Estado, la policía no está por encima de la soberanía y de las libertades.
Mal ha hecho el ministro de Seguridad al apoyar este infortunado proyecto, la policía no debe reemplazar el debido proceso.