Cuando se pasa de las seis décadas se empiezan a experimentar nostalgias. Mi más reciente es por palabras que escuché de niño y han dejado de usarse.
Rifirrafe se la escuchaba a mi abuela y se refiere a una contienda o bulla ligera y sin trascendencia; runfla, a mi madre para hablar del agrupamiento de muchas cosas parecidas, y soponcio –sinónimo de desmayo y congoja–, a mi suegra. Runrún es un rumor.
Muchas de estas palabras las escuché de mis mayores y las he vuelto a revivir en mi lectura de la prensa española y en mis visitas a España. Allá han sobrevivido y escucharlas me remite a un alegre pasado con mis padres y abuelos.
Pizca es poco o nada en nuestra lengua y algunos aún la usan; su musicalidad y simpleza me remiten a tris, porción muy pequeña de tiempo o de lugar, poca cosa, casi nada; significado que adquiere hasta connotaciones poéticas.
Tiliche remite a las baratijas y cachivaches, pocos la usan hoy y tiene orígenes centroamericanos.
Las palabras que se pierden o se olvidan compiten con términos de otras lenguas que muchas veces carecen de la riqueza de lo iberoamericano.
El nacionalismo lingüístico no tiene sentido, las lenguas son seres vivos que se enriquecen con el mestizaje y la cópula. Amo el intraducible saudade del portugués, el il fait doux francés (clima agradable) y el sonido de serendipity en inglés.
Aislarse en la propia lengua en momentos de cambio global es cerrar los ojos ante el torrente de la vida. Sin embargo, no olvidemos nuestras palabras, sorbamos lentamente cada una, acariciémoslas y pasémoslas despacito por el paladar.
El español se enriqueció con el náhuatl al contacto con aguacate, zapote, zopilote y tomate y con otros términos de otras lenguas americanas como canoa y huracán, antes lo había hecho con el árabe que nos dejó alcantarilla, almohada y muchas otras palabras.
Amemos nuestra lengua fruto saltarín de la promiscuidad.