Los partidos políticos son parte muy importante del proceso democrático. Desde la perspectiva de la filosofía política expresan la diversidad de la sociedad y hacen realidad el pluralismo político. Estas organizaciones pretenden reflejar la heterogeneidad social, frente a las tentaciones de la unanimidad que habitan las mentes de ingenieros sociales y otros apasionados del autoritarismo en el escritorio o en la calle.
Desde la perspectiva de la gobernabilidad, los partidos cumplen funciones muy importantes, pues son el canal para articular y combinar intereses y demandas sociales que de otra manera se presentarían dispersas ante las instituciones públicas.
Para la realización de estas importantes funciones resulta crucial la institucionalización partidaria. Los partidos deben contar con procesos democráticos de reproducción interna de sus liderazgos y organización, con estructuras de capacitación y elaboración ideológico-programáticas; no pueden ser exclusivamente maquinarias electorales, aunque la selección del personal político sea un elemento importantísimo de sus tareas.
Tales organizaciones deben promover también la continuidad de su militancia pues la especialización del personal político es una garantía contra la impericia y la improvisación.
En todas las latitudes, los sistemas de partidos están lejanos de la teoría general del partido democrático ideal, esta es fruto de la reflexión teórica, pero también de una práctica histórica variada.
Quienes pretenden invalidar los partidos políticos acudiendo a las imperfecciones de su vida concreta sufren muchas veces de maximalismo político, sucumben ante la idea del partido único, supuesta encarnación de los intereses de una clase universal, o ceden frente a la idea organicista de una nación homogénea y superior a las otras.
En nuestro país, los partidos siguen siendo maquinarias electorales, aunque algunos superan este umbral para expresar los intereses de sectores específicos. Sin embargo, nuestras agrupaciones no llenan enteramente la descripción teórica de las funciones generales antes enunciadas y muestran débiles procesos de institucionalización. A partir de esto, resultaría fácil, para algunos espíritus en búsqueda del absoluto, concluir que sus imperfecciones los invalidan como actores políticos.
Por el contrario, que lo real no se ajuste al ideal de la teoría debe llevarnos a mejorar las estructuras partidarias. El país debe promover el funcionamiento permanente de los partidos como foros permanentes de discusión y elaboración de pensamiento, deben destinarse recursos públicos para ello.
Aunque la libertad de organización interna de los partidos debe seguir siendo la norma, el Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) y, cuando corresponda, la Sala Constitucional tienen que ser celosos guardianes para que esta libertad no se transforme en instrumento para la perpetuación de cúpulas partidarias oligárquicas en detrimento de la democracia interna y de la participación.
Estimular la continuidad de la militancia para aspirar a candidaturas es otra vía adicional para mejorar los procesos partidarios. La existencia de partidos taxi que se compran y se venden al mejor postor es un riesgo muy grande para la democracia pues su existencia no responde a una verdadera articulación con intereses y aspiraciones sociales, sino a la mera manipulación de requisitos que producen organizaciones legales sin representación social verdadera.
Las consecuencias de estos partidos instrumentales, al servicio de candidaturas personalistas, pueden ser muy graves, pues una vez pasados los procesos electorales, pueden producir presidentes sin base de apoyo parlamentaria y con una legitimidad limitada al proceso electoral. Todos sabemos de las dificultades para la gobernanza, derivadas de presidentes minoritarios en el parlamento, los partidos taxi agravan aún más el problema.
El movimientismo sería una tentación para este tipo de liderazgos sin partidos fuertes, pues buscarían mantener la movilización social en desafío abierto con el régimen de la representación, tratando de superar la intermediación partidaria con la movilización permanente, y ya conocemos los consabidos riesgos de polarización y autoritarismo que ello conlleva.
Los partidos actuales, con todas sus imperfecciones, deben fortalecerse, pero debe establecerse una hoja de ruta que vaya más allá de las quejumbres de los fanáticos maximalistas que siguen esperando la llegada del partido ideal.
En la elaboración de esa ruta tienen que cumplir un papel fundamental el TSE y su Instituto de Formación y Estudios en Democracia (IFED), los cuales deben constituirse en punto de encuentro para reflexiones y propuestas interpartidarias concretas que abran el camino para mayor institucionalización partidaria, en beneficio de la democracia en general y de la gobernabilidad en particular.