En este mes de setiembre la Asamblea Legislativa inició la discusión del Presupuesto Nacional de la República. Es un rito anual, como las estaciones del año. Desde los primeros meses del ejercicio fiscal el Ministerio de Hacienda establece las “directrices presupuestarias” para el año siguiente, las entidades elaboran sus solicitudes presupuestarias, luego el Ministerio cuadra el presupuesto y finalmente lo envía a la Asamblea Legislativa, quien se encarga de su discusión y aprobación final.
¿Este rito contribuye a mejorar la eficiencia con la cual se usan los recursos públicos para mejorar el bienestar ciudadano? Lamentablemente, no. El rito presupuestario cumple formalidades, pero tiene carencias importantes de fondo. Examinémoslas.
Primero, la discusión presupuestaria es incompleta; no incluye todo el panorama fiscal del sector público. Los presupuestos de las instituciones autónomas no son sometidos al escrutinio del Congreso, simplemente son aprobados por la Contraloría General de la República.
Segundo, no existe flexibilidad en la elaboración del Presupuesto Nacional, porque la Constitución Política y las leyes preestablecen la mayoría de los gastos del Presupuesto Nacional.
Tercero, las pensiones prometidas en el pasado y los “pluses” son generadores crecientes de gasto. También el alto nivel de endeudamiento del Gobierno Central se traduce en un gasto creciente por el pago de intereses. Todo lo anterior amplía la inflexibilidad de las autoridades en la elaboración del Presupuesto Nacional.
Cuarto, tal como lo analizamos en un reciente reportaje, el Poder Legislativo tiene poco margen para ejercer su influencia en materia presupuestaria.
Quinto, en el Presupuesto Nacional hay una clara cuantificación de ingresos, gastos y endeudamiento. Pero no hay una clara medición de los resultados que deberían esperar los ciudadanos de la ejecución del tal presupuesto, ni una especificación de las consecuencias de las ausencias de tales resultados.
El anteproyecto de Presupuesto Nacional presentado por la Administración Solís para el 2017 mantiene las debilidades estructurales de la política presupuestaria apuntadas anteriormente. Sin embargo, hay aspectos específicos de este presupuesto que merecen atención.
La propuesta de expansión del gasto en 2017 es mayor al crecimiento de la producción. Efectivamente, el gasto presupuestado, excluido el servicio de la deuda, aumenta en 10,4 % con respecto al presupuesto del 2016, en tanto que el crecimiento nominal de la producción para el 2017 es del 7 %.
A pesar de las inflexibilidades del gasto, el Gobierno debería realizar un mayor esfuerzo para contener el crecimiento del gasto para el 2017 y acelerar una agenda para cambios estructurales en el rito presupuestario.
Si el gasto del Gobierno Central sigue creciendo 3 puntos porcentuales por encima de la producción, no hay ninguna reforma fiscal que permita lograr un relativo equilibrio de las finanzas.
Para el 2017 se corre el riesgo de que cambios en las condiciones internacionales no permitan un fácil financiamiento del déficit fiscal, lo cual podría conducir a una mayor presión al alza sobre las tasas de interés locales con sus consecuencias de menor crecimiento de la producción y del empleo.
En conclusión, la política fiscal del presidente Luis Guillermo Solís Rivera falla al no contener el crecimiento del gasto del Gobierno Central en el corto plazo y en el largo plazo al no enfrentar los problemas estructurales.