Cuando se establece un salario, la expectativa es que quien lo recibe aumentará la productividad agregada de la empresa o institución en una proporción mayor a su compensación.
Como mínimo, debe mantener la productividad y mejorar la calidad o sostenibilidad del producto o servicio para los clientes o ciudadanos. Si esto no ocurre, el salario no se justifica.
Lo mismo ocurre con el gasto público. Si este no se justifica por mejorar las condiciones de producción, el bienestar o la sostenibilidad, entonces no tiene sentido hacerlo.
Y es que hay instituciones públicas cuyas actividades más bien reducen la productividad agregada del país, la de sus sectores productivos y el bienestar de sus ciudadanos.
Se trata de instituciones que lejos de ayudar al país a crecer en términos económicos, de bienestar o de sostenibilidad, desperdician recursos valiosos.
Esto ocurre porque los sindicatos del sector demandan salarios y beneficios excesivos –legitimados por convenciones colectivas– que no se compensan con productividad o calidad adicionales.
Se da tambiénC por la negligencia e ineficacia de los políticos y sus instituciones –ministerios, diputados, entidades autónomas y reguladoras– pues los recursos a su disposición se subutilizan, se desperdician o resultan –con conocidas excepciones– en servicios de muy mala calidad.
Todas estas pérdidas de productividad hacen que sea difícil para el país crecer a tasas superiores. Y nuestros ciudadanos sienten que cada día pierden bienestar y calidad de vida.
Para justificar una reforma tributaria primero debemos asegurarnos de que los recursos frescos crearán mayor productividad, bienestar y/o sostenibilidad, en vez de convertirse en simples transferencias a los sindicatos o a un Estado y gobierno caracterizado por su ineficacia.
Si la reforma tributaria no se puede explicar en estos términos, entonces no debe hacerse.