A inicios de los noventas, siendo director de Reforma del Estado (Ministerio de Planificación), me tocó impulsar la primera Ley de Concesión de Obra Pública.
En el proceso legislativo se cedió en dos aspectos esenciales que dificultaron la aplicación práctica de la ley.
El primero fue no aceptar que la concesión es un “derecho real administrativo”, lo cual habría permitido que se diera en garantía la concesión misma (no la obra pública) y evitado múltiples dificultades para el financiamiento y transparencia de las concesiones. El segundo problema es que se propició que la Administración impusiera a los contratistas condiciones que no podría exigirse a sí misma, aumentando el costo de las obras y de los peajes a pagar por los usuarios.
La concesión es una modalidad de contratación administrativa. La contratación tradicional se centra en comprar un producto o la construcción de una obra con cargo al Estado (que asume el riesgo y paga la obra, normalmente endeudándose) para que el mismo Estado los utilice y mantenga.
En la concesión, en cambio, se contrata la construcción de una obra y/o la prestación de un servicio público por cuenta y riesgo (principal) del contratista, quien podrá cobrar un precio o un peaje por la utilización de esa obra, que pertenece al Estado.
Recientemente (en enero del 2017) participé en un seminario, patrocinado por Aliarse, sobre alianzas público-privadas para el desarrollo de obras públicas.
Federico Villalobos recalcó la necesidad y los criterios económicos que sustentan las alianzas público-privadas.
Carlos Arguedas resumió las modalidades jurídicas que permiten esas alianzas, destacando el papel del nuevo Reglamento para los Contratos de Colaboración Público Privada (Decreto Ejecutivo No. 39965-H-MP).
Rocío Aguilar, excontralora, destacó los insumos necesarios para alcanzar los objetivos.
Ana María Ruiz, de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), planteó los problemas de gobernanza de la infraestructura y por qué la mayoría de los países desarrollados promueven las alianzas público-privadas para el desarrollo de obras públicas.
Los criterios centrales son:
a) La comparación entre obra pública y la desarrollada en alianza con el sector privado.
b) La voluntad de usar fuentes de financiación privadas para complementar los presupuestos públicos.
c) La capacidad para manejar este tipo de proyectos.
d) La necesidad de innovación y de compartir riesgos con el sector privado.
e) La posibilidad de que la recuperación de costos venga del usuario.
Cuestión de urgencia
Se oponen a esas alianzas, la “sensibilidad política frente a la participación del sector privado”, argumentando criterios sociales de prestación o la “corrupción” posible, olvidando que los casos más graves se han dado con la contratación pública tradicional donde el dinero y el riesgo corren exclusivamente por cuenta del Estado.
En general, la concesión es un instrumento aceptable cuando se trata de una obra o servicio nuevo que se prestará a los usuarios; pero tiende a ser rechazada cuando hay una administración y unos funcionarios contratados para prestarlos, o cuando la obra existe y presta similares servicios a los que se van a concesionar (caso de la concesión a San Ramón).
Tampoco es válido, en aras de garantizar la viabilidad económica de la concesión, comprometerse a no reparar o ampliar las demás obras del entorno (por ejemplo, carreteras), y menos aún esperar que la concesión resuelva en unos años problemas que sufren las obras existentes hoy.
Se llame concesión, fideicomiso, gestión interesada, BOT o contratación de obra y de servicio público; el país necesita acometer las obras públicas que han sido postergadas y que son urgentes.
El Estado no podrá financiarlas o hacerlas solo y necesitará del concurso y de la corresponsabilidad del sector financiero (Banco de Costa Rica, por ejemplo) y del sector privado (alianzas púbico-privadas).
Si algunas se concesionan o se gestionan por terceros, el Estado podrá acometer los demás. 40.000 kilómetros de carreteras y 20 grandes obras viales (además de ferrocarriles, aeropuertos, puertos, cárceles), que aguardan su concreción.
No es posible que sigamos al ritmo que llevamos de una carretera cada cuatro años (a ese paso, se duraría 80 años).
Necesitamos que todos arrimemos el hombro y podamos iniciarlas y concluirlas todas en los próximos 10 años.
Dejemos a un lado los prejuicios y procedamos a escoger el mejor método para concretarlas.
El autor es precandidato del Partido Unidad Social Cristiana.