Resulta alarmante la cifra de homicidios por venganzas y luchas entre pandillas ligadas al narcotráfico.
Es paradójico que tras lustros de endurecer las penas y los procedimientos penales se presente esta epidemia que muestra claramente que la disuasión que ejercen estos instrumentos es limitada. Sin embargo, siguen las voces castigadoras insistiendo en que con mano dura se va a parar el narcotráfico.
En esto hay que estar claros: el motor que mueve esta actividad es la demanda y por eso la guerra contra la drogas no ha alcanzado la victoria.
En este contexto es evidente que el sicariato merece una respuesta represiva por parte del Estado, pero dirigida primordialmente a fortalecer la eficacia y eficiencia de las organizaciones policiales.
Cientos de homicidios requieren que se le den más recursos a las policías y al Ministerio Público para las investigaciones.
La creación de una jurisdicción penal especializada puede ser también una medida adecuada.
Los crímenes de sangre ameritan la respuesta más enérgica y su represión impedirá que se generalice la cultura de la violencia.
La política criminal debe enfocarse en esto y restar importancia a la criminalidad no violenta, cuya atención ha producido encarcelamiento masivo.
La aplicación de la prisión preventiva como regla y no como la excepción prevista por el Código de Procedimientos Penales, hace implosionar las cárceles y mezcla a delincuentes no violentos con los criminales más sanguinarios, amenazando con reproducir indefinidamente la violencia.
Hace bien la ministra de Justicia al plantear el descongestionamiento de las cárceles enviando a sus casas a los delincuentes no violentos, en espera del debido proceso.
El simplismo de los populistas punitivistas ha empezado a criticarla, pero lo cierto es que la solución a la crisis de la seguridad no pasa por más encarcelamiento, sino por una política criminal selectiva y por un fortalecimiento de las capacidades de las organizaciones policiales.