Nueva Delhi. Aunque la Reserva Federal de los Estados Unidos se hace de la vista gorda sobre los efectos indirectos de su política monetaria, al resto del mundo le preocupan las repercusiones que la inversión de los flujos de capital tendrá sobre las economías emergentes. ¿Serán suficientes las reservas de divisas que estos países han reunido en años recientes para proteger sus sistemas financieros a medida que la liquidez fluye de regreso a las economías desarrolladas?
En una palabra, la respuesta es no, porque a fin de cuentas el exceso de autoseguro hace más mal que bien. A fin de romper el ciclo desestabilizador de flujos de capital y acumulación excesiva de reservas a corto plazo, el Fondo Monetario Internacional (FMI), con amplio apoyo del G-20, debe diseñar nuevas reglas en cuanto a los efectos indirectos de política monetaria.
Las crisis severas dejan una huella en la psicología de una nación. A finales de los años noventa, después de las crisis cambiaria y bancaria que devastó las economías asiáticas, los líderes de los países afectados llegaron a una sencilla conclusión: nunca se puede tener demasiados seguros. Si bien la introducción de tipos de cambio flotantes eliminó los incentivos para pedir créditos en monedas extranjeras (y por lo tanto la necesidad del autoseguro), la humillación política de perder soberanía ante el FMI, aunque fuera temporalmente, fue tan fuerte que los costos económicos de crear enormes reservas de divisas parecían valer la pena. Sin embargo, los líderes de estos países no lograron entender todas las consecuencias.
La acumulación de reservas de divisas deprime el tipo de cambio, ostensiblemente como mecanismo regulador. No obstante, con monedas más fuertes en los mercados emergentes en la década del 2000, probablemente se habría obtenido un reequilibrio más rápido hacia la demanda interna. Además, si estos países hubieran reciclado menos reservas de divisas a la Tesorería de los Estados Unidos, bonos de organismos gubernamentales y valores subprime , es probable que las tasas de interés estadounidenses hubieran permanecido más altas y los superávit en cuenta corriente de los mercados emergentes hubieran decrecido más pronto, restableciendo así algo de equilibrio. Por supuesto, eso no es lo que sucedió, en detrimento de la estabilidad financiera global.
Además, la acumulación de autoseguros puede generar una competencia similar a la de una carrera armamentista. Ya fuera para prevenir la apariencia de una aseguración inadecuada o para evitar la pérdida de participación en las exportaciones, las intervenciones importantes en los mercados de divisas se aceptaron de manera generalizada en las economías emergentes de Asia como respuesta natural a las grandes entradas de capital, en contradicción directa de los compromisos de estos países con los tipos de cambio flotantes.
Puesto que la intervención persistente en los mercados de divisas redujo la volatilidad, promovió la llegada de más capitales debido a la percepción de un menor riesgo. Al mismo tiempo, las divisas de los países que prefirieron no intervenir se convirtieron en blanco de entradas especulativas de capital a causa de las expectativas de que se apreciarían. En otras palabras, hubo efectos indirectos no solo entre economías avanzadas y emergentes sino entre economías emergentes.
No obstante, países como Sudáfrica y México, que decidieron no intervenir, tuvieron mejores resultados que los que intervinieron en exceso. Ninguno sufrió consecuencias financieras graves derivadas de la debilidad de las monedas que siguió al anuncio que hizo la Reserva Federal en mayo del año pasado de que reduciría gradualmente sus compras de activos de largo plazo. En general, los tipos de cambio verdaderamente flotantes fueron buenos para sus objetivos: eliminaron los incentivos para acumular deuda externa, fomentaron la flexibilidad en la economía real y promovieron el desarrollo de mercados de capitales amplios y líquidos.
“Proteger” la soberanía
Otra consecuencia del autoseguro surge de la meta ostensiblemente loable de preservar la soberanía nacional. En particular, los gobiernos pueden tener la tentación, sobre todo en periodos electorales, de utilizar el autoseguro como sustituto de los ajustes y no para ayudar a mitigar el impacto de una crisis o para apoyar el reequilibrio económico. La alternativa –“rentar” un seguro de organismos multilaterales como el FMI– exigiría el cumplimiento de determinadas obligaciones en materia de reformas.
El hecho es que las políticas de autoseguro de las economías emergentes, al igual que la política monetaria ultra flexible de la Reserva Federal, alimentan un ciclo de retroalimentación refleja. Si bien cualquier sugerencia de que los países cedan independencia en cuestión de política monetaria sería imprudente, es evidente que se necesitan algunas reglas para limitar los efectos indirectos, reglas que deberían venir de un FMI renovado, al que el Congreso de los Estados Unidos debería dar su apoyo mediante un aumento de las cuotas que necesita desde hace mucho tiempo.
Específicamente, el FMI debería evaluar los efectos indirectos y movilizar en consecuencia apoyos líquidos para las economías vulnerables, mediante líneas swap de divisas de bancos centrales o mecanismos de liquidez del FMI. Una aseguración multilateral como esa reduciría la necesidad del autoseguro sin afectar la soberanía de los países.
Ciertamente, esas reglas no protegerían totalmente a las economías de los efectos indirectos, que son un elemento inevitable de los procesos de ajuste. No obstante, ayudarían a mitigar el tipo de riesgos colaterales que han asediado al sistema financiero en las últimas dos décadas.
El círculo vicioso de volatilidad de los flujos de capital y la acumulación excesiva de autoseguro solo puede romperse definitivamente mediante un mecanismo bien definido para gestionar los efectos indirectos.