La victoria de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos ha sido sorpresiva; la mayoría de las élites no esperaban que su populismo vulgar y agresivo triunfara.
Sin embargo, su capacidad para interpretar el enojo y la indignación de la clase trabajadora blanca en los estados de la vieja industria (Ohio, Míchigan, Pensilvania) y en el medio oeste rural norteamericano logró limitar a los demócratas a las grandes urbes de las costas este y oeste.
Paradójicamente el multimillonario se trasformó en el representante de los olvidados por la globalización y de los asustados por la creciente diversidad de la sociedad norteamericana.
Sin pasado político, Trump se constituyó en vocero de todos los agraviados por la clase política de Washington, percibida como corrupta y en busca de sus intereses propios.
Trump atizó el resentimiento y la cólera de los afectados por la recesión del 2008 y encontró una respuesta xenófoba en los votantes blancos de la clase trabajadora, temerosa de que su imaginario de la grandeza se viese manchado por los colores de otras pieles y religiones.
Con el control de las dos cámaras del Congreso y del Ejecutivo, además del futuro nombramiento de un juez de la Corte Suprema, favorable a una visión conservadora del mundo, Trump gozará de los medios suficientes para gobernar.
Empero su inexperiencia y el enfrentamiento con la estructura de su partido, le harán difícil afrontar delicados temas de la política exterior y producirán pugnas internas en el partido, dividido entre las diversas corrientes del conservatismo (Tea Party, fiscalistas, neoconservadores intervencionistas).
La situación internacional es complicada. Las confrontaciones con China, estimuladas por la retórica de triunfador se aproximan y la luna de miel con Putin durará poco. El Medio Oriente continuará en llamas. Europa (OTAN) vive momentos de desintegración y América Latina continuará con baja prioridad, salvo México.