En la plaza frente a Notre Dame, la gente tomando fotos compulsiva, desquiciada, desesperadamente. Robándose la catedral, comprimiéndola dentro de sus diminutos adminículos. Feroces todos, foto tras foto, maniacos, demenciales. Como si Notre Dame no tuviese ningún valor intrínseco, y existiese únicamente para que ellos la fotografiaran. Intentar capturar ocho siglos en una aparatejo de porquería. Un fenómeno que podría ser definido de esta manera: renunciar al estar para preservar. Pero, ¿preservar qué, si para comenzar nunca vivieron el aquí y el ahora, si nunca estuvieron allí, ignoraron el presente en nombre de la proyección, de la confección de un futuro álbum de postalitas? La foto difiere, prorroga el gozo hasta el momento de la reconstrucción, desde la pérdida. Es absurdo. ¿Cómo “recordar” a través de la foto algo que nunca se vivió? ¿Cómo experimentar la nostalgia de un lugar en el que, para comenzar, nunca se estuvo, porque la obsesión de la preservación vació el presente de toda su vivacidad?
Iniciar el “gozo” desde la ausencia… me irrita esta insensatez. El presente -lo único que tenemos- siempre diferido. Las únicas fotos que cuentan son las que quedan en el espíritu, en la mente, en la sensibilidad. Son las que no se congelan, las que permanecen vivas y dinámicas, revisitables a placer. La foto nos condena a la inmovilidad, congela la vivencia, la traiciona. Andar tomando fotos es cosa que nos condena a un estado de fuga permanente: siempre exiliándonos en el futuro. En estado de constante salida. La angurria de la foto, el hurto de la imagen. “Para después tener un recuerdo” -dicen siempre-. ¿De qué, si estaban tan afanados tomando sus malditas fotos que no hubo presente que “recordar”? Des-recordar, es lo que harán. Una compulsión más de la sociedad de consumo: si pudiesen comprar la catedral, o llevársela al hombro, a buen seguro lo harían. Aberrante. Una adicción. La locura.
San Agustín define el presente como una “distensión” entre el pasado y el futuro. Para él, ni el ayer ni el mañana existen. Nos queda el presente, que se aprieta, ahí, como una víctima destrenzada por dos depredadores: el pasado (nostalgia, añoranza, culpa, rabia) o el futuro (incertidumbre, angustia, ansiedad). Solo el presente. Frágil, líquido, precioso, huidizo. ¡Esa es nuestra verdadera patria, la única que tendremos! ¿Por qué entonces, desterrarnos de ella? Esas hordas que irrumpen en los museos, atropellando a la gente para tomar fotos de los cuadros… ¿no se dan cuenta de que están viviendo “en diferido”, haciendo de la vida una experiencia siempre postergada, destinada a ser reconstruida desde la ausencia, desde el no estar ya ahí? Lo único que cuenta es la presencia, ese segmento de vida absolutamente irrepetible en el que experimentaron su deslumbramiento ante la obra de arte, el momento de la magia. ¿Quién, en lugar de hacer el amor, se dedicaría a sacar fotos de su pareja para después masturbarse viéndolas? ¡Al presente le debemos fidelidad! Ahí sigue Notre Dame… ignorada, no vivida, como una modelo de pasarela a la que todo el mundo fotografía, pero a la que nadie se detiene a amar. ¡Ah, la criatura humana! Riamos, para no llorar.