Como es bien conocido, en un Estado Constitucional de Derecho en el que los fines no justifican los medios, el respeto al debido proceso es básico y se constituye en la única fuente legitimante de cualquier acto administrativo ablativo o ablatorio, mismo que se concreta con sólo que exista la posibilidad de cercenarse, eliminarse, modificarse o limitarse los derechos subjetivos del particular.
Pues bien, en el caso del procedimiento administrativo tributario, resulta evidente que estamos frente a un acto administrativo de corte ablativo o ablatorio, cuyo acto final puede ser - y normalmente es - mucho más gravoso para el contribuyente que lo que puede ser incluso una sanción. Y es que, no otra cosa puede concluirse, desde que incluso en la Carta Magna de Juan Sin Tierra, fuente original del concepto del debido proceso, se previó éste en el Capítulo 39, precisamente para aquellos casos en los que un hombre libre fuera aprehendido, hecho prisionero, puesto fuera de la ley, exiliado o arruinado. Y, ¿qué mejor manera de arruinar a un hombre que confiscarle su patrimonio injustamente mediante el cobro de impuestos determinados y liquidados arbitrariamente sin antes siquiera escucharlo?
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En el caso resuelto por la Sala Constitucional, la reforma al Código de Normas y Procedimientos Tributarios vino a imponer un pseudo-debido proceso, anacrónico por decir lo menos, en el que indebidamente se facultaba la formación de un acto administrativo ablativo o ablatorio de manera automática, sin procedimiento administrativo legitimante que permitiera el ejercicio del derecho de defensa del contribuyente.
En efecto, con la reforma primero se convocaba al contribuyente a una especie de emboscada, en donde tan solo se le comunicaban los resultados de la fiscalización y se le sorprendía con una propuesta de regularización que, en el escaso plazo de cinco días, debía decidir si aceptaba o no.
Si la rechazaba, en los próximos diez días recibía un acto administrativo que era, a la vez, de determinación y liquidación del tributo, siendo este el acto final del procedimiento administrativo que causaba estado, y que constituía, para efectos de conformar el título ejecutivo requerido para el apremio del patrimonio del contribuyente, el acto administrativo ejecutorio y ejecutivo que los órganos competentes podían certificar como deuda líquida y exigible. Y era hasta ese momento – ya decidido el asunto, declarado el derecho, liquidado el adeudo y fusilado el sospechoso – que entonces se abría la posibilidad al contribuyente de impugnar, así como alegar y ofrecer la prueba pertinente, sobre los cargos que, ya declarados, liquidados y ejecutados, hasta ahora podía discutir.
Este cambio tan radical se insertó de golpe y porrazo en nuestro ordenamiento luego de más de 40 años de vigencia de un procedimiento administrativo tributario en el que, primero se hacía un traslado de cargos al contribuyente para que este pudiera impugnarlo si no estaba de acuerdo y aportara la prueba que considerara pertinente, además de presentar los recursos de revocatoria y apelación en subsidio, de previo a que el adeudo tributario se convirtiera en título ejecutivo y pudiera ejecutarse contra su patrimonio.
Por tanto, por donde quiera que se analice, el procedimiento administrativo dispuesto para la emisión del acto administrativo de liquidación y la conformación del título ejecutivo para proceder con el cobro coactivo resultaba inconstitucional por violación grosera al debido proceso y principio de defensa, habida cuenta que la participación del justiciable puede efectivizarse de muchas maneras, pero siempre debe ser previa. No basta con que pueda impugnarse el acto final cuando éste, por ser ejecutorio y ejecutivo, ya causa estado, perjudica los derechos e intereses legítimos del administrado e incluso autoriza al apremio de su patrimonio, todo ello de previo a siquiera haber sido oído; esto es, con solo la versión de la Administración y sin cumplir con su deber de verificar la verdad real de los hechos.