Para cualquiera de nosotros es realmente difícil llegar a tener conciencia de que muchísimas cosas que disfrutamos en la vida diaria se las debemos a millones de criaturas diminutas, como bacterias, hongos, algas y gusanos.
En un interesante artículo, dos distinguidos científicos, A. Beattie y P. R. Ehrlich, dicen que al salir de la casa en la mañana no podemos imaginarnos que el aire que respiramos, el café que tomamos o la tostada de pan que nos comemos los tenemos por “cortesía” de tres diminutos organismos y las comunidades de las que forman parte.
El primero de ellos recibe el complicado nombre de Procholorococcus, una bacteria microscópica que a pesar de su tamaño domina el plancton marino que genera más de la mitad del oxígeno del aire. Es uno de los organismos más abundantes del planeta y juega un papel tan importante en la producción de ese elemento indispensable para la vida como los bosques mismos.
Una pequeña abejita silvestre llamada Trigona poliniza el café y cerca de otras 90 plantas cultivadas en todo el mundo, cuyas cosechas tienen un valor de billones de dólares. Se está convirtiendo en la salvación de la agricultura ante la disminución mundial de las poblaciones de la abeja melífera.
Un gran amigo de los agricultores es Trichoderma, un hongo que descompone los residuos de los cultivos que proveen los nutrientes requeridos para la siguiente cosecha, que podría ser la del trigo del pan. La producción agrícola depende de los billones de microorganismos que encontramos en un puñado de tierra.
Estos tres organismos son el meollo de comunidades naturales de seres invertebrados, que constituyen el elemento estructural de ecosistemas cuyos servicios usamos todos los días. Sería lógico tomarlos en cuenta en nuestros planes económicos y contabilidades nacionales, a pesar de que no los veamos.