Una observación importante de quienes estudian el comportamiento humano es que, en gran medida, somos “utilitaristas”, pues tenemos una tendencia a valorar las cosas por la utilidad directa que puedan tener para nosotros.
Afortunadamente, los humanos también poseemos la capacidad de apreciar cosas cuyo valor intrínseco no es necesariamente utilitario. En mayor o menor medida somos una mezcla de ambas tendencias, lo que es de importancia cuando el tema en cuestión es el del valor que debemos dar a la naturaleza.
Hace algunos años, varios cientos de científicos de todo el mundo hicieron un estudio que mostró muy claramente el valor de los bienes y servicios que nos brindan los ecosistemas terrestres y marinos. Servicios que no solo son útiles sino indispensables, ya que sin ellos no podríamos vivir.
Esos servicios se agruparon en grandes categorías como el aprovisionamiento (agua, energía eólica e hidráulica, maderas y fibras, alimentos y medicinas), la regulación (clima, control de inundaciones, purificación del agua), el apoyo ( formación de suelo, fotosíntesis, polinización), y culturales (recreación, educación).
Son servicios básicos de los que dependemos. El enorme problema que enfrentamos ahora con el cambio global que hemos provocado, es que hemos afectado seriamente la capacidad de los ecosistemas de suplir esos servicios. Los damos por descontado. Nos engañamos al creer que podemos vivir independientemente de la naturaleza, cuando nuestra vida depende de ella.
Tenemos la capacidad de cambiar hacia esa nueva visión de la relación que debe existir entre humanos y naturaleza, que de hecho encontramos en muchas partes: en los acuerdos sobre cambio climático de París, en la carta que en 1855 envió el Jefe Seattle al Presidente de Estados Unidos o en las palabras de San Francisco de Asís: “somos parte de la vida en la tierra y lo que le ocurra a la tierra nos ocurrirá a nosotros”.