Estamos enterados de que entramos en un proceso de cambio de clima, que es y será diferente de lo que ha sido hasta ahora. Y además sabemos que el cambio es culpa nuestra, de los humanos. Ya no podemos aducir desconocimiento de estos hechos.
Veamos algunos ejemplos de ese cambio: la temperatura ha aumentado cerca de 1° C y podrá alcanzar los 2° C hacia la mitad del siglo; la lluvia ha disminuido en algunos sitios pero se incrementa en otros; en un mismo sitio, la lluvia puede ser desigual, pasando de extremos de muy alta precipitación en un periodo corto a muy baja en un periodo largo; el nivel del mar y su temperatura están aumentando.
Los efectos directos e indirectos de este cambio ya son más que evidentes: la frecuencia de las inundaciones y avalanchas se incrementó, al igual que su impacto en la infraestructura vial y la vida de la gente; el exceso o la escasez de agua empieza a afectar la agricultura y la disponibilidad y costo de los alimentos; la disponibilidad de agua para consumo humano enfrenta limitaciones crecientes según época y ubicación geográfica. Y la lista de ejemplos podría continuar.
Pareciera lógico que debemos hacer lo que dice la expresión de sabiduría popular: “es mejor prevenir que lamentar”. La falta de prevención tiene ya un alto costo en términos económicos y de calidad de vida y nos costará aún más si no actuamos.
Debemos adaptarnos. No tenemos opción. Y esa adaptación pasa por muchos niveles, desde el individuo hasta la familia, la comunidad, el municipio y el país; desde la pequeña hasta la gran empresa.
Pero si algo debemos tener claro es el hecho básico, esencial, de que la adaptación empieza por el individuo y deberá reflejarse en nuestros propios actos, como los patrones de consumo de alimentos, agua, energía y en las previsiones ante eventos climáticos extremos. Es un asunto de conciencia.