Existen maneras simples de ver y asombrarse de las maravillas de la naturaleza que tenemos a nuestro alrededor y no siempre apreciamos. Una de ellas la pude verificar cuando, con un grupo de una comunidad rural, hicimos una sencilla correlación entre una pequeña semilla y el majestuoso árbol al que podía dar origen.
El ejercicio fue en realidad sencillo. Hicimos primero un breve comentario de lo que nos asombran las tecnologías de la información y comunicación de que disponemos ahora, como teléfonos celulares, computadoras y cámaras digitales. Gracias a su diseño, construcción y programación, estos aparatos responden a nuestros comandos realizando operaciones como una llamada telefónica, un cálculo complejo o una fotografía digital.
La semilla es una unidad de dispersión común en la naturaleza. Está compuesta de materia orgánica y alberga un embrión con el potencial de convertirse en un árbol. Contiene además una fuente de alimento y está envuelta en una capa protectora.
El tamaño de nuestra semilla es como el de un frijol. Y dentro de ella, en el material genético del embrión, está escrito el programa que ejecutará desde la germinación hasta su muerte. A diferencia de nuestros dispositivos electrónicos, su programa se desarrollará totalmente de manera autónoma, sin recibir órdenes de nadie.
El embrión producirá una raíz, un tallo y un follaje que de ahí en adelante facultarán a la planta para fabricar su propio alimento, crecer y desarrollarse por décadas, siglos o milenios, según las características de su especie (escritas en el programa).
Producirá flores y frutos y llevará a cabo, con una sincronía perfecta, las más complejas funciones, respondiendo a cambios estacionales, ataques de depredadores e interactuando con otros seres (plantas o animales). Y todo esto lo “inventó” la naturaleza millones de años atrás.