Me sentí triste por aquellos niños

Viernes Santo: mientras leía en un centro comercial, escuché el diálogo lleno de violencia de dos pequeños que jugaban

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"¡Ahí viene la polecía, escondámonos para que no nos vean!", dijo una voz de niño.

Yo, acostumbrado a leer en centros comerciales, escuché aquella voz pero no aparté la vista del libro que tenía en mis manos.

"¡Tapémonos las cabezas para que no nos reconozcan! No tienen que saber quiénes somos porque si no nos meten a la cárcel o nos matan aquí mismo", manifestó otra voz infantil.

Aún así, seguí concentrado en "El perdón de los pecados", del español Antonio Fontana (1964), de la editorial Acantilado.

"¡Ya nos vieron los polecías. Vienen hacia acá. Disparémoles!", expresó la voz del primer niño.

Me resistí a distraerme. Leí, en silencio, estas palabras: "hay cosas que cuesta recordar más que otras; cosas que duelen; que remueven demasiada memoria en carne viva".

"Sí, ¡hay que dispararles a la cabeza porque andan chalecos antibalas!", ordenó el segundo de aquellos pequeños.

Imposible proseguir con la lectura, no por el ruido que hacían los niños, sino por lo que decían, palabras cargadas de violencia. "Cuando yo era niño, todos queríamos ser los policías en los juegos de calle. Parece que ahora es al revés; al menos en el caso de estos chiquitos", pensé mientras miraba a los dos infantes que se entretenían a unos dos metros de la mesa que yo ocupaba.

"¡Maté a uno! ¡Maté a uno! ¡Qué rico, por sapo!"

Dos chacalines con edades entre los cuatro y cinco años. Los delincuentes imaginarios eran representados por dos beberitos vacíos.

"Voy a dispararle a las llantas de la polecía para que no puedan perseguirnos. ¡Pa, pa, pa, pa, pa! ¡Tomen necios!"

Me percaté de que no solo yo estaba atento a aquel juego. Otras personas escuchaban y comentaban en sus mesas lo que ocurría.

"Maté a otro! Le di en la pura jupa, se le salieron los sesos".

"¿Para qué leer si lo que estoy viendo y oyendo es más fuerte y crudo que la triste y descarnada realidad que encuentro en esta novela?", me pregunté.

"¡Pa, pa, pa, pa, pa, pa! ¡Qué buena balacera! ¡Nunca habíamos matado tantos polecías!"

Lo que más sorprendido me tenía era la indiferencia de quien parecía ser la madre de aquellos niños. La señora, joven, estaba dedicada por entero a observar a las personas que entraban y salían de Plaza Lincoln el viernes pasado por la noche. Entre tanto, la hija mayor —de unos diez años— se divertía con el teléfono celular.

"¡Tenemos que huir porque están pidiendo refuerzos!"

Otro lector allí presente no soportó más aquella situación. Cerró su libro, miró a los niños y a la mujer que estaba con ellos, y se marchó.

Yo me quedé. La señora y los pequeños se marcharon antes de que yo bebiera el último sorbo del café de Starbucks. No pude leer más, cerré el libro, salí, abordé un taxi y me fui a casa a dormir. Pudo más la tristeza por aquellos niños que las ganas de leer.