Mujeres con las que viviré siempre agradecido

Un resumido repaso por las maestras de escuela y profesoras de colegio y universidad que me marcaron positivamente

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Esta mañana, mientras saboreaba el primer café del día y pensaba en el Día Internacional de la Mujer, recordé a un grupo de mujeres muy valiosas que han jugado un papel importante en mi vida: las maestras de escuela y las profesoras del colegio y la universidad.

La niña Mary, quien con paciencia y ternura de abuela me enseñó a leer y escribir en una de las aulas de los primeros grados de la escuela Jorge Washington, en San Ramón de Alajuela. Yo era un niño que se distraía fácilmente en clase, por lo que ella me llevaba algunas tardes a su casa —previa aprobación de mis padres— y me ayudaba a ponerme al día con la materia entre frescos de naranja, limonadas, mora y tosteles y orejas de la panadería de los Orozco.

También la niña Isabel, de segundo grado y en el mismo centro educativo. Una señora elegante, distinguida, con sentido del humor, que siempre olía muy rico y que antes de avanzar con la materia se aseguraba de que todos los alumnos hubiéramos entendido bien lo visto hasta el momento.

El tercer grado lo cursé en la escuela Aplicación, en Liberia, Guanacaste. ¿Cómo no tener presente a la niña Nelly, quien se las ingeniaba para mantener la atención de sus pupilos a pesar del calor que nos hacía sudar a chorros?

La niña Isabel fue mi maestra de cuatro grado, en la escuela Ascensión Esquivel Ibarra, en el centro de Liberia. Tengo grabadas en la memoria sus lecciones sobre la Campaña Nacional de 1856, a veces apegadas a la realidad, en ocasiones aderezadas con una pizca de fantasía producto de la emoción que le despertaba ese tema.

El quinto grado lo empecé, en 1972, en la escuela Laboratorio, siempre en Liberia, con los maestros Manuel y Edén, pero en mayo mi familia se trasladó a Curridabat, en donde recibí clases con la niña Nieves en la escuela Juan Santamaría. Una educadora a quien le agradezco haberme ayudado con la complicada transición del campo a la capital.

¿Y en sexto? La niña Sonia, en la escuela Franklin Delano Roosevelt, en San Pedro de Montes de Oca. Nos enseñó, entre otras cosas, el valor de participar en el ornato del aula y el correcto destino de la basura.

Bueno, y después de rodar por tantas escuelas y maestras, solo tuve un colegio: el José Joaquín Vargas Calvo, en San Pedro. Allí estudié desde sétimo hasta undécimo.

De esa época de mi vida estudiantil recuerdo, en especial, a las profesoras: Julieta Dobles, quien comenzaba las lecciones de biología declamando poesía; Celina Meléndez, que me apasionó por el idioma español; Lydilia (no recuerdo el apellido), una excelente profesora de matemáticas; Ángela González, quien despertó nuestro interés por los secretos de la ciencia; Doris Espinoza, quien nos acercó al idioma de Shakespeare, y Loida Arauz, quien nos puso en contacto con la lengua de Victor Hugo, y Leslie Gómez, quien lidiaba día tras día con un coro de desafinados.

En cuanto a la universidad, preservo en la memoria a Mood Curling y su curso de literatura alemana, y a Rosario León y sus clases de sociología en torno a las afortunadamente desaparecidas dictaduras latinoamericanas.

No me extrañaría que algunas otras educadoras se me hayan quedado en el tintero; ellas también forman parte de este alumno agradecido por todo lo que me enseñaron tanto en el ámbito académico como humano.

Gracias, muchísimas gracias a todas por su vocación, compromiso, paciencia, desafíos, humor, llamadas de atención. Gran parte de quien soy es fruto de la suma de sus huellas.