¿Pensión de lujo? ¿Qué es eso?

Ancianos que cuidan carros, hacen jardines, piden limosna, realizan mandados, trabajan como vigilantes, venden llaveros, rosarios, postales y melcochas en los buses, se esfuerzan vendiendo chances y lotería, halan carretones, venden copos o helados, recogen envases de plástico y aluminio para reciclar, buscan comida en los basureros...

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¿Se fijó ya en la foto que acompaña a este blog?

No recuerdo cuándo capté esa imagen; solo sé que lo hice durante una de mis habituales caminatas por el centro de San José.

Confieso que me acuerdo de esa anciana cada vez que surge un nuevo episodio en torno al indignante y vergonzoso tema de las llamadas pensiones de lujo.

Obviamente esa señora no forma parte del selecto grupo de ciudadanos costarricenses que se retira de la vida laboral con jubilaciones que no responden a la realidad social, financiera y económica del país.

No se trata de asumir la posición populista y demagoga de que el pastel se tiene que partir y distribuir por partes exactamente iguales en todos los casos, pero sí de insistir en lo que todos sabemos: que hay porciones con una gruesa capa de lustre y chantillí mientras que otras a duras penas califican como boronas o migajas.

Ella no tuvo la oportunidad de pasarse la vida realizando estudios sobre la pobreza, publicando artículos en torno a la miseria, brindando consultorías respecto a la inequidad y dictando conferencias enfocadas en brechas lamentables, para luego recibir una jugosa retribución mensual.

Tampoco tuvo chance de ser —tan solo para imaginar algunos ejemplos— una magistrada que pasó sin pena ni gloria y que se preocupó más por su apariencia física que por dejar huella en materia de justicia, un magistrado cínico con risa burlona u otro que sigue aferrado a sus privilegios a pesar de tantos años de cuestionamientos.

En efecto, todo parece indicar que esta abuela no pasó por las aulas universitarias ni ocupó uno o varios puestos altamente remunerados gracias a méritos propios o influencias.

¿De qué sirve la pena?

Caso contrario, no estaría sentada sobre el bulevar de la Avenida Central, recostada contra un basurero, abrigada con ropas sencillas ni tomando y comiendo quién sabe qué.

La veo en la fotografía y evoco el sábado en que escuché a otra anciana preguntar, en una soda del Mercado Central. cuánto costaba una taza de sustancia. “¢600”, le respondieron. Acto seguido se puso a contar las pocas monedas que cargaba. “Si me alcanza. Regáleme una taza”. Uno de los clientes intervino: “Abuela, pida una sopa completa. Yo la invito”. Su respuesta: “Muchas gracias, pero solo puedo tomar caldo; la carne me cae pesada porque no estoy acostumbrada a comerla”.

Podemos sumar, además, a los ancianos que cuidan carros, hacen jardines, piden limosna, realizan mandados, trabajan como vigilantes, venden llaveros, rosarios, postales y melcochas en los buses, se esfuerzan vendiendo chances y lotería, halan carretones, venden copos o helados, recogen envases de plástico y aluminio para reciclar, buscan comida en los basureros...

¿Qué pensarán y sentirán estas ancianas, estos abuelos, cuando escuchan historias sobre pensiones de lujo?

“Es un fracaso que anula todos nuestros éxitos (...) Y ese fracaso pende sobre el estado como una pena inmensa", como decía el escritor estadounidense John Steinbeck.

¿Será cierto que el Estado siente pena por esta situación? ¿Sentirán pena los pensionados de lujo? ¿Sentiremos pena todos?

¿De qué le sirve la pena a nuestros ancianos? ¿Acaso las penas se comen, abrigan, sanan, proveen una vida digna?

Me habría gustado ser escultor para esculpir una escultura que reprodujera la imagen de la foto, con una placa que tuviera la siguiente inscripción: Monumento al Pensionado de Lujo.