Se vale protestar, pero no paralizar

“Hay apego a lo conocido y el cambio también llega a generar miedo o molestia”, dice la novela Las posesiones, del presidente electo, Carlos Alvarado Quesada

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El 14 de agosto de 1959 se colocó la primera piedra para la construcción del que es hoy día el puente colgante más largo de los Estados Unidos y el sexto en el mundo: el Verrazano-Narrows, una obra maestra de la ingeniería que une a Brooklyn y Staten Island en un recorrido de 4.176 metros.

La monumental obra, con una estructura de 188.000 toneladas de acero y dos torres de 70 pisos de altura cada una, fue inaugurada el 21 de noviembre de 1964 —un día antes del primer aniversario del asesinato de John F. Kennedy—.

Antes de que esa plataforma entrara en operación, los habitantes del condado de Staten Island, una isla de 152 kilómetros cuadrados y 225.000 habitantes hace 54 años, viajaban a Nueva York a bordo de un ferri que navegaba 8 kilómetros en 30 minutos.

Esas eran la distancia y el tiempo que mantenían a ese distrito metropolitano alejado del progreso y el desarrollo. Prueba de ello, el hecho de que en 1958 el 60 % del territorio permanecía desierto.

Por eso no es de extrañar que la mayoría de los residentes se sintieran hartos del provincionalismo, aislamiento y estancamiento, y abrigaran la esperanza de un cambio. No obstante, había una minoría que anhelaba fervientemente que todo continuara tal y como estaba; cero transformaciones, modernizaciones o metamorfosis.

Fue ese grupo el que se incomodó, enojó, berreó, quejó, protestó e hizo todo lo posible para que no se concretaran —y ni tan siquiera arrancaran— los planes de construcción del Verrazano-Narrows aprobados justo el último día de 1958, luego de varios años de debates, controversias, dimes y diretes, y estiras y encoges.

Igual reacción tuvieron muchos de los habitantes de Brooklyn, ya que la obra de infraestructura daría al traste con el modo de vida tradicional, costumbres, rutinas, tradiciones, la zona de confort. Así ocurrió, en especial, con los moradores de Bay Ridge, un floreciente residencial de casas majestuosas de clase media en donde vivía el culturista Charles Atlas.

"¿Quién necesita ese puente?", era el grito de batalla de quienes veían el futuro puente como un monstruo marino símbolo de destrucción y demolición, y no de progreso.

El presidente electo...

El malestar, la histeria y el temor llegaron a su punto más crítico cuando se le ordenó a cientos de familias desalojar sus casas, apartamentos y negocios para edificar el puente y las autopistas aledañas.

Por ejemplo, la suegra de uno de los ingenieros que participó en la erección del puente murió sin perdonar a su yerno por no haber logrado convencer a sus jefes de que cambiaran la ubicación de la obra en aras de evitar que destruyeran su vivienda.

Un viejo zapatero italiano de Brooklyn desahogó su furia gritándole improperios y maldiciones a los funcionarios de una agencia inmobiliaria. Se marchó en cuanto lo amenazaron con llamar a la policía.

Una familia con 17 hijos, más dos perros y un gato, estuvo entre aquellos que se vieron obligados a renunciar al pasado, desapegarse de lo conocido. Una suerte similar corrió una pareja de amantes que perdió el nido de cemento de su amor clandestino.

Florence Campbell, trabajadora del departamento de contabilidad del Whitehall Club de Manhattan, fue la última persona en desalojar su apartamento en Brooklyn. Logró agotar la paciencia del agente responsable de reubicar a los inquilinos, por lo que al final tuvo que buscar alojamiento sin el apoyo de nadie; encontró una nueva morada luego de una noche en la que al parecer un hombre intentó ingresar en su casa.

Claro, ellos y muchos otros se habían acostumbrado al hecho de que las autoridades no pasaban de los planes a las acciones, pues desde 1888 se hablaba de la posibilidad de unir ambas comunidades por medio de alguna obra de infraestructura. Primero se habló de una vía férrea subterránea, luego de un túnel para carros y trenes, y hacía 20 años se consideraba la idea del puente.

Todo esto y más lo cuenta el periodista y escritor estadounidense Gay Talese (1932) en su libro El puente, publicado por primera vez en 1964 y reeditado en el 2014 para conmemorar el 50 aniversario de la inauguración.

A pesar de las protestas y discursos apocalípticos, el Verrazano-Narrows se abrió hace 53 años y cinco meses, y en la actualidad más de 200.000 vehículos circulan sobre él diariamente.

"Hay apego a lo conocido y el cambio también llega a generar miedo o molestia", dice en el primer párrafo de la página 79 de la novela Las posesiones, escrita por el presidente electo de Costa Rica, Carlos Alvarado Quesada.

Comparto esta historia y la cita literaria del próximo gobernante de nuestro país pues las considero muy oportunas para reflexionar y asumir una actitud constructiva de cara a los cambios, reformas y transformaciones que nuestra nación no puede seguir posponiendo de manera tan irresponsable.

El desarrollo de Costa Rica requiere de acciones y decisiones que sin duda nos van a atemorizar, incomodar, molestar, sacar de la rutina, el estancamiento y el provincionalismo que aún prevalece en algunos sectores, visiones y mentalidades, pero no podemos seguir pateando las bolas hacia adelante porque las consecuencias van a ser aún más dolorosas.

Es hora de construir puentes de verdad, no de seguir conformándonos con poner ramas o tablones sobre los ríos que amenazan la estabilidad y el desarrollo de Costa Rica.

Se vale protestar, pero no paralizar.