Zapato roto

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Todos admiraban al zapato nuevo. Es más, envidiaban la alta calidad de su cuero, telas interiores, tinte, suela, costuras, remaches e, incluso, cordones.

No podía ser de otra manera, ya que había sido diseñado y elaborado por zapateros que además de experimentados trabajaban con un alto sentido de responsabilidad, profesionalismo, visión y buen gusto.

Aquel zapato llamaba la atención a donde quiera que iba. Caminando sobre aceras, cruzando calles, subiendo gradas, entrando en vestíbulos, abordando ascensores, pisando alfombras... No había quien no sucumbiera ante su belleza y brillo.

El calzado lo sabía y también sus orgullosos inquilinos, quienes día a día hacían lo necesario para que aquella morada recibiera un adecuado mantenimiento; es decir, contrataban los servicios de dos manos que se encargaban de sacudir el polvo con un cepillo, eliminar el barro con un trapo ligeramente húmedo, despegar chicles de la suela y embetunar y dar brillo hasta que el cuero quedara reluciente.

Sin embargo, los tiempos de gloria del zapato empezaron a cambiar a partir del día en que sus ocupantes dejaron de actuar como un pie que avanzaba de manera coordinada. Cada quien quería hacer con el zapato lo que se le antojaba; el capricho, y no la razón, comenzó a imperar.

Así por ejemplo, el dedo gordo y el talón se enfrascaban en discusiones estériles e interminables sobre el tipo de perfume que debía utilizar el zapato; el primero abogaba por los talcos, mientras que el segundo por el aerosol.

De repente al dedo más pequeño se le ocurría que el calzado era más confortable con medias de seda que de algodón, lo cual causaba el inmediato enojo del empeine. Ambos malgastaban tiempo y dinero en campañas a favor de sus posiciones sobre tan "relevante" asunto.

Igual ocurría con el tobillo, quien se la pasaba presentando recursos de amparo en contra del color de los cordones, el olor del betún, la textura del paño con la que se le daba brillo al zapato, el tipo de metal utilizado en los ojales, las tachuelas oxidadas que se incrustaban en la suela y los ácaros que de cuando en cuando dormían abrigados por aquel calzado.

La planta del pie, por su parte, se tornó experta en el arte de frenar y boicotear las votaciones en pro de la toma de decisiones. Echaba mano a cuanto recurso tuviera al alcance: discursos prolongados, presentación de centenares de mociones, rompimiento del quórum...

Asimismo, las articulaciones, el metatarso y el maléolo empezaron a actuar por puro cálculo político. Claro, ellos lo negaban; afirmaban velar por los más altos intereses del zapato.

Incluso uñas, pellejos y callos alzaron la voz.

Fue así como, poco a poco, todos perdieron el norte, el objetivo en común; se olvidaron del zapato, por lo que poco a poco este se fue deteriorando. Nadie se interesaba ni preocupaba porque lo limpiaran y embetunaran.

Así, el calzado comenzó a llenarse de polvo, raspones, cordones deshilachados, huecos en la suela y costuras que cedían al paso del tiempo y el descuido. Los rezagos se acumularon.

Llegó un momento en el que zapato se volvió inservible; ya no protegía de la lluvia, el frío, el polvo ni las piedras del camino.

Para colmo de males, cuando eso ocurrió los inquilinos del zapato no supieron responder a la altura de los retos y circunstancias. Pensaron que con un remiendo por aquí, un clavito por allá y goma loca por todas partes era más que suficiente.

Además, unos a otros se lanzaban la culpa sobre el nivel de deterioro; pero no hubo nunca una visión de conjunto, de equipo. En vez de soluciones, ocurrencias y mediocridades; en lugar de líderes, populistas, mesías y demagogos, y a falta de grandes acciones, show mediático.

Hoy día nadie lo admira ni envidia. Ya no marca el paso.