Hay que descartelizar a Costa Rica

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A mediados del siglo XIX, el pensador francés Frédéric Bastiat describió al Estado como "la ficción jurídica mediante la cual todo el mundo trata de vivir a expensas de los demás". Costa Rica es la epítome de dicho diagnóstico y esta semana lo refleja a cuerpo entero: huelgas de sindicalistas, bloqueos de taxistas, paros de autobuseros. El país está lleno de grupos de interés que se aferran a prebendas y privilegios que la clase política les ha concedido a lo largo de los años. La interrogante es: ¿cómo desmantelamos este Frankestein cuando, en una u otra medida, muchos costarricenses pertenecen a estos grupos y se benefician del status quo?

Hoy son los taxistas los que están tirados en las calles impidiendo el libre tránsito. Su demanda es que el gobierno bloquee a Uber, una plataforma digital que ha venido a ganarse a los costarricenses con un servicio más barato y de mejor calidad. En su momento la clase política les otorgó a los taxistas un monopolio en el transporte remunerado de personas y eso es lo que están defiendiendo con uñas y dientes. Pero no están solos.

También en las últimas semanas los sindicalistas se han ido a huelga exigiendo que no se les toquen sus remuneraciones, muchas de las cuales no guardan proporción con las posibilidades económicas del país. Estos grupos no escatiman en cerrar puertos e incluso afectar servicios de emergencias si lo consideran necesario. Hace unas semanas eran los estudiantes y profesores universitarios los que amenazaban con medidas de presión si no se les aumentaba de manera significativa el FEES, de tal forma que puedan seguir disfrutando de sus paraísos terrenales. Los autobuseros no lo piensan dos veces en amenazar con la toma de vías para que no se les cambie el cálculo de tarifas y la distribución de rutas que tanto los beneficia.

En el pasado los arroceros también han recurrido a medidas de fuerza para mantener el subsidio multimillonario que reciben de los consumidores (mayormente pobres). De igual forma, ellos, junto con otros productores como los lecheros, polleros, porcicultores, frijoleros, azucareros, ganaderos, cerveceros (léase, "Cervecería Costa Rica") y un largo etcétera, han logrado que el Estado los proteja de la competencia externa mediante barreras arancelarias que se traducen en precios más altos para los costarricenses.

Pero la cosa no se queda ahí. Los exportadores y banqueros privados constantemente presionan a las autoridades para que devalúe el tipo de cambio y regresemos así a los días en que el Banco Central los subsidiaba a expensas de una alta inflación. Los cooperativistas no quieren pagar impuesto de renta como el resto de los mortales. Los colegios profesionales defienden sus feudos que les garantizan poca competencia y en algunos casos tarifas mínimas. Los profesionales médicos hacen huelga defendiendo privilegios como la "ley de engache" que establece que cualquier aumento salarial a empleados del gobierno central también debe dárseles a ellos.

Todos quieren una tajada, ya sea pegados directamente de la ubre estatal o a través de exenciones, subsidios indirectos o protecciones de la competencia. Unos recurren a medidas de fuerza para defender sus privilegios; otros son más sutiles apelando al cabildeo y la compra de conciencias de políticos y burócratas. A este andamiaje le hemos llegado a conocer como "Estado Social de Derecho": una ficción jurídica donde el éxito de muchos depende en alguna medida de esquilmar a los demás. Peor aún, se nos advierte que cualquier intento por alterar este orden amenazaría una muy preciada "paz social", que básicamente consiste en no provocar a los grupos de presión.

Costa Rica está tomada por carteles. El problema radica en que en muchas ocasiones somos críticos de las prebendas de los demás, pero no de las propias. Condenamos los monopolios, subsidios y protecciones siempre y cuando no nos beneficien. ¿Podremos entonces llegar a vivir en un país donde prime la igualdad ante la ley y no el privilegio generalizado? Hasta el tanto no tengamos claro el diagnóstico, va a ser muy difícil que nos pongamos de acuerdo en una solución.