Legales: Violencia sacrificial y derechos humanos

Hay una disonancia entre lo que se dice y lo que se hace en derechos humanos

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Cuando se debate la conveniencia de rebajar la ya menguada esfera de libertades públicas mediante iniciativas que buscan ensanchar el catálogo de delitos; cuando diversos actores sociales se embadurnan con teologías políticas deficientemente delineadas e izan la bandera de los derechos humanos para defender posturas de abierta intolerancia contra minorías; conviene reflexionar sobre la tensión que existe entre el mero discurso de los derechos humanos y el corpus iuris internacional que le da sustento.

En otras palabras, se denota una palpable disonancia entre el discurso de los derechos humanos –lo que se dice– y lo que ocurre en la realidad nacional –lo que se hace–. Las monsergas neopunitivistas que abogan por la disminución de garantías de los imputados en un proceso penal y el recrudecimiento de las penas, así como el afán controlista de la vida privada por parte del Estado, en un país que se precia de ser baluarte de la defensa de los derechos humanos, con cuanta convención internacional existe incorporada a su ordenamiento jurídico, prueban lo anterior.

Con ello, no solamente se genera una falsa representación sobre la aplicación de estándares de protección de la dignidad humana, sino que se agravan y legitiman las transgresiones a los derechos humanos.

El concepto de violencia sacrificial –expuesto por el profesor Boaventura de Sousa– implica la inmolación de lo que es más precioso so pretexto de salvarlo. Desde esta perspectiva, de forma aviesa se conceptúan los derechos humanos como instrumentos de poder que perpetúan lo que pretenden combatir.

El mensaje se muestra claro: se afecta gravemente la libertad para protegerla, se violan los derechos humanos para defenderlos. La propuesta puede resultar sensual y tentadora, al fin y al cabo las restricciones se dirigen contra “otros”, sea cual sea el componente seminal de esta providencial ajenidad: su religión, su origen étnico, su condición social, o cualquier etiqueta convencionalmente asignada. El problema, como lo afirmó Benjamín Franklin, suele ser que “quien pone la seguridad por encima de la libertad, se arriesga a perder ambas”, basta con estudiar cualquier estado totalitario del siglo pasado, americano o europeo, para dar cuenta de ello.

Cada vez con mayor frecuencia, las posturas contra-mayoritarias condenan al más absoluto ostracismo a sus apóstoles. El mejor ejemplo de lo antedicho se da en materia de represión estatal, en donde cualquier actitud que pueda considerarse “garantista” genera escándalo y estupor.

Asimismo, las reflexiones sobre derechos humanos suelen nutrir estériles debates doctrinarios que no constituyen más que seudodisputas de orden semántico, facundos teóricos engrosan así su acervo curricular y pléyades de seguidores, enceguecidos por el resplandor elegantísimo del lenguaje técnico, dan cuenta de este “nuevo” conocimiento.

Sin lugar a dudas, una visión contrahegemónica de los derechos humanos, que signifique la efectiva implementación de estos, su consagración como “derecho vivo” y no simples coletillas de los demagogos de la política y el derecho, implica el riesgo de ser reclamante de la marca de Caín, sin embargo, parafraseando a Harold Laski, cumplimos con nuestro deber siendo críticos, no sumisos, celosos por la verdad y no cegados por la uniformidad.