Columna Clase Ejecutiva: De la trilogía Milenio

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Nunca me gustaron las novelas negras ni de suspenso. ¿Agatha Christie? No caí. ¿John le Carré? Sólo leí The constant gardner por una denuncia real y personajes maravillosos. Pero la trilogía Milenio de Stieg Larsson me atrapó. Recomiendo leerla en traducción al inglés para evitar los insoportables “joder, tía” y otros desmanes de la traducción española.

No hay un escritor de novelas policiales tan bueno como Larsson. Su heroína, Lisbeth Salander, rompe todos los estereotipos. Es básicamente poderosa y vulnerable. Niña abusada, hija de una madre abusada que pierde la mente por el abuso. Salander en cambio no pierde la mente: es toda lucidez.

La prosa de Larsson es cristalina y la trama desenvuelve ante nosotros el extraño mundo sueco donde la gente toma doce cafés diarios para poder funcionar.

No sólo la heroína es cien por ciento creíble. Todo el mundo creado es verosímil hasta el dolor y nos atrapa: la corrupción en las altas esferas, en la policía, entre los periodistas y los empresarios, los secretos de estado, la trata de personas, los asesinatos selectivos. Sí: en ese país supuestamente idílico asesinaron a Olof Palme y a una ministra importante y los casos no están resueltos.

Pero, ¿por qué hablar de Milenio cinco años después de su éxito mundial? Porque su principal mérito es mostrar que muertes y sucesos que ocurren en esferas distantes están unidos entre sí. Y esto no es solamente un asunto de talento, es de osadía. ¿Quién se atrevería, aquí en Costa Rica, tras años de investigación, como lo hiciera Larsson, a escribir una buena novela policial sobre el acoso a los ambientalistas y sus muertes, la venta de órganos, la trata de personas, el narcotráfico, Crucitas, la concesión a San Ramón, las otras concesiones, la refinería china, la trocha 1856, para empezar?

Nadie. Y si alguien lo hiciera probablemente moriría poco después de estrés investigativo o de otra cosa. Como Larsson. Como Jairo. Como María del Mar, David y Óscar y aún otros.