Columna Clase Ejecutiva: Día Internacional contra la Normalidad

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Recuerdo mis 11 años. Aún usaba camiseta. Estando sola en la cocina, enfundada en mi pijama casi varonil, un amigo cualquiera de mi tío, universitario, sin ofrecer explicación previa, me chupeteó la boca y se marchó. Quedé atónita hasta que entendí: me había besado. A mí, ese ser sin formas femeninas, el pelo hecho un avispero, los pies sucios. Le conté a mamá, sin salir de mi asombro. “Ajá”, dijo. Nada más.

Mi prima me informó que mis padres atribuyeron la anécdota a mi imaginación novelesca. Será por eso que poco después, cuando veía Dumbo en el Cine Moderno sentada junto a papá, no me atreví a decirle que un hombre estaba deslizando su mano bajo mi enagua. Llegó al muslo, pero a mi imaginación novelesca se le ocurrió machacársela con toda la cólera de la que es capaz un puño de once años. Y hasta ahí llegó.

Ya en el colegio uno de los profesores se indignó por lo corto de las faldas de muchas estudiantes. Se dedicó entonces, arrodillado ante ellas, a prensarles las piernas con sus manazas, la cinta métrica de excusa.

En clase, dos grupos debíamos resolver cómo sobreviviríamos en la luna con una lista específica de artículos. Mi grupo se habría muerto casi nomás alunizando. “Normal”, dijo el reemplazante del profesor de Ciencias. “Son todas mujeres”.

En la universidad me involucré en las campañas políticas. “Cómo no, reinita, muñeca, mi amor”. Y mis argumentos ideológicos quedaban reducidos a coquetas ocurrencias.

No es porque nunca hayamos sacudido a golpes a una mujer hasta enviarla al hospital, o porque nunca hayamos ido a parar ahí por esa misma causa, que el día por la eliminación de la violencia ejercida contra las mujeres no nos concierne. A todos nos atañe y todas hemos sufrido violencia, la maquillen como la maquillen y por más que la sigan llamando normalidad.