Columna Clase Ejecutiva: El olvido que seremos

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¿Por qué hasta el más abyecto de los narcotraficantes sueña con imprimir su nombre en letras de oro en la historia (o, para el caso, en áureo celuloide)? ¿Por qué la mayor gloria para los antiguos era perdurar en la memoria de los hombres? Ya una vez reducidos a simple polvo cautivo en un sepulcro, ¿de qué diantres nos sirve ser recordados? (O ser vilipendiados, ¿en qué nos daña?) ¿Por qué dedicaríamos nuestra existencia a alcanzar tan curiosa meta?

¿Por causas biológicas, que nos mueven inconscientemente a proteger nuestros genes más allá del transitorio recipiente de nuestro cuerpo? ¿Por razones sicológicas e instinto gregario, que nos empujan a buscar el aprecio de los demás para conjurar el terror de ser dejados de últimos cuando desalojan el barco que se hunde? ¿Por inquietudes espirituales, porque no nos resignamos a la idea de ser solo materia vil y necesitamos imperiosamente trascenderla?

El olvido que seremos , verso inicial de uno de los últimos sonetos de Borges (y que da título a la entrañable novela de Héctor Abad Faciolince) retrata con agridulce belleza nuestro ineludible destino. Moriremos definitivamente cuando muera también el último que nos recuerda. Polvo seremos, insignificante, y nuestra vanidad enternece.

Quizás el mejor propósito de este y todos los años que nos restan sea, simplemente, ser útiles. Que nuestras únicas aspiraciones legítimas sean disfrutar de las bondades de la vida sin temerle a la muerte, como pregonaba Epicuro (porque solo la muerte otorga sentido y contorno a la vida), y volcar nuestro esfuerzo en abandonar este mundo mejor de como lo encontramos. Que sea visible nuestra huella, no nuestro nombre. Si alguien recuerda nuestro gesto que sea porque aún brinda aliento y en algo inspira a los hombres y mujeres venideros. Que nuestro recuerdo perdure, pues, en tanto sirva de simiente.