Asumamos nuestras responsabilidades. Si no deseamos nuestra gloria manchar y optamos por abstenernos de votar en febrero, abstengámonos entonces de quejarnos por cuatro años. Y si nos arriesgamos corajudamente a ejercer el sufragio y erramos, no culpemos tan solo a la clase política por su inoperancia, corrupción y demás entuertos. Nuestra candidez, nuestra desidia, nuestro desinterés (o nuestro ilegítimo interés…) nos movieron a elegir en forma vana.
Todos somos culpables. La Asamblea Legislativa que hoy nos desconcierta fue en su momento elegida por nosotros, pecadores. Pero no votar, en mi alarmado criterio, ni nos otorga la absolución ni nos libera de mácula. No votar, como no opinar, nos ubica en el limbo irresponsable y cómodo de la parálisis ciudadana.
Critiquemos, si aportamos. Lo mínimo que podemos ofrecer para hacer algo menos imperfecta nuestra democracia, es trasladar nuestra humanidad un domingo de febrero a la escuela del barrio y estampar nuestro descontento o nuestro entusiasmo en un pedazo de papel. No será gran cosa, pero muchos hay en otras latitudes que estampan con sangre un pedazo de tierra, soñando infructuosamente con alcanzar tal derecho.
¿No hay ni un nombre convincente en la papeleta? Algo de la culpa es nuestra. De nuestra apatía. De nuestro abstencionismo, no electoral, sino ciudadano. De nuestro individualismo, nuestra incapacidad de organizarnos, disentir, polemizar.
Por decirlo claro, si fuéramos mejores bases engendraríamos mejores dirigentes.
No agravemos las cosas: salgamos a ejercer el voto. Si no existe un candidato ideal, privilegiemos al menos con un voto útil la decencia, la coherencia, un ideario cercano a nuestra sensibilidad. Quien no vota para no mancharse las manos, se las mancha de otra manera, porque no participa en un proceso pero usufructúa de él: ni vive bajo la tiranía, ni vive en el caos; va en el barco, pero no rema. Para poder reprochar algo a nuestros políticos, necesitamos un mínimo de autoridad moral.