Cuando piropear es ofender

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Un hombre pide una dirección a una transeúnte. Esta le brinda la información y él le agradece. —Con gusto –responde ella. —¿Cómo no ayudar a esa sonrisa tan bonita? ¡Y a esa bragueta tan bien provista! Difícil de imaginar, ¿no? Intercambiemos roles, y agravemos el nivel de atrevimiento, tendremos un cuadro cotidiano para millones de mujeres. El piropo, ingenioso, galante, soez o violento, parte de un simpático supuesto: el cuerpo de las féminas es propiedad del varón. Léase bien: el cuerpo de cualquier fémina en edad fértil que considere atractivo algún varón, todo varón, le pertenece. Fue diseñado para su solaz y dispone de él: lo juzga, lo califica, lo manosea visualmente, lo viola con palabras. Bien puede ser él de inferior condición, viejo, bruto o repulsivo, el simple hecho de contar con escroto socialmente lo autoriza a desnudar su apetito sexual ante alguien que no lo ha llamado a la mesa. ¿Piropo “violento”? No hay uno que no lo sea. El más inocente de los piropos ubica en situación de superioridad al varón que lo esgrime por la razón de que ella, si quisiera, no podría hacer lo mismo impunemente. Piropos que haya, de acuerdo, (y si se desea, picantes) entre personas consensuales que se hayan tomado la molestia de establecer un vínculo de intimidad, pero que un desconocido venga a poner una medalla de calidad al cuerpo de una joven, como se hace con los cerdos, no, gracias. Y hablando de jóvenes, puede que el piropo haya caído en desuso. Una bendición sería: cambiar la imposición por un cortejo basado en encanto e inteligencia. Desafortunadamente muchos adolescentes han pasado de las palabras a la acción: si una compañera les parece bonita, la tocan. Y si ella se resiste, la hostigan. Ser bonita, entonces, pasa a ser una maldición. Hasta que algún día el que un desconocido piropee a una mujer cause el mismo rechazo que la escena con que iniciamos este artículo.