¡Aprenda a gozar!

Columna Embriaguez del Pensamiento

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Temperancia. He ahí lo que hemos olvidado. Una virtud celebrada por Platón y por los epicúreos, que, contrariamente a lo que se cree, no proponían una vida desenfrenada y orgiástica.

No se trata de gozar menos, sino de hacerlo mejor. Una sabiduría del vivir, una disciplina que nos permita extraer un máximo de gozo de un mínimo de estímulos. Un gozo intensivo, no un gozo extensivo. Ser maestros de nuestros apetitos, no sus esclavos.

¿Cómo podría ser feliz una persona que, en lugar de gozar del agua, del sexo o de la comida, es su galeote? ¿Cómo podría ser feliz Don Juan, que necesitaba poseer a tres mujeres por día? ¿Pueden imaginarse su tormento, su ansiedad, el infierno que debe haber sido su vida? ¿Tener que seducir sin respiro, a fin de no sucumbir a la angustia, a la más indecible depresión? ¿O comer cuando ya no tenemos hambre, porque un oscuro mandato nos mueve a hacerlo? ¿O comprar cosas que no necesitamos porque… Pues porque es bonito, poseer? ¿Poseer para qué? ¡Pues para poseer más! ¿Y para qué poseer más? ¡Pues para poseer aun más! Y así se recicla, ad infinitum, el círculo del absurdo.

Estamos prendidos en este cepo fatal. Siervos de nuestros placeres. Con lo cual, lo único que logramos es disfrutarlos menos. Si solo somos felices comprando cacharros, ha de ser que los necesitamos. Quien dice necesidad dice falencia. Quien dice falencia dice dolor. ¿Tan infelices somos, que necesitamos tantas cosas? Cada una de esas cosas, recuérdenlo, nos dice: “tu vida sería más feliz conmigo, te estás privando de algo bueno, me necesitas a tu lado: imperativa, urgentemente”. En el silente pero insidioso lenguaje de los objetos. ¡Y nosotros les creemos! ¿No sería más sensato necesitar y adquirir menos, y redoblar el gozo de lo que ya tenemos? No predico el ascetismo, el ayuno y la abstinencia: ¡que viva el gozo! Pero un gozo sensato y moderado, que no se gaste y erosione a sí mismo. En el fondo, mi invitación es a que disfrutemos más… Con menos.

El querer poseerlo todo acarreará inevitablemente el hastío, el empalagamiento, la saturación. Pendularemos entre el deseo y la deflación del gozo, el desencanto. Pasando de la angurria incontrolable… Al aburrimiento, a la saciedad. Esa que eructa, nos infla, nos desensibiliza al placer. La temperancia es una regulación voluntaria de la pulsión de vida. Para gozar más, para disfrutar mejor. No espere que la sociedad de consumo, con sus bacanales comerciales, estimule esta virtud. A ella no le conviene. Hará todo cuanto pueda para convencerlo de que carece de esto, y lo otro, y lo de más allá… Para engrilletarlo a su celda, eterno prisionero. La sociedad, a diferencia de lo que se cree, no propugna el hedonismo (en el hedonismo todo sería placentero). Nos quiere, antes bien, ansiosos, angurrientos, sedientos, hambrientos. No nos vende el placer (¡ojalá así fuera!) Nos vende la necesidad incontrolable de él. Y por consiguiente, la infelicidad. Tremendo engranaje del que urge liberarse. Usted puede: limítese a ser feliz, no a experimentar constantemente la necesidad de serlo.

Desconfíe de los paraísos que el mundo le vende: son en realidad mazmorras, y una vez recluido en ellas, es muy difícil liberarse.