¡Basura!

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Veo una foto de Ronaldinho, erguido en su piscina, como diciendo: “¡Dejad que las mujeres venga a mí!” A sus pies convergen 5 féminas mostrando sus nalgatorios -lo único que emerge del agua-, en lo que podría constituir un ballet acuático como un acto de adoración y sometimiento a su ídolo. Todas en tanga: disponibilidad, acceso irrestricto y permanente. Prendadas del futbolista como crías de la ubre pródiga de su madre. Pirañas, rémoras, cardumen humano… Sobre ellas, sonriente, majestuoso cual Poseidón con su cohorte de sirenas, el astro de quien el árbitro Collina dijera: “después del golazo que le marcó al Chelsea, casi olvido el silbato para correr a festejarlo”.

La excelencia deportiva divorciada de la excelencia humana. ¿Divorciada? Peor que eso. Del mejor futbolista se espera hoy en día -en magnitud proporcional a su calidad- la mayor disipación ética. La imagen denigra al deportista, las mujeres, quienes la divulgan y los que la consumimos. A sociedad enferma, fútbol enfermo. Algún periodista protestó. Ronaldinho respondió: “envidioso”. ¿Qué podemos “envidiarle”, a un atorrante que, fuera de su gloria deportiva y ser pasablemente simpático, representa, en todos los parámetros, una apoteosis de la vacuidad y el descerebramiento? Lo grave es que solo una vox clamantis in deserto haya hablado. Debería haber despertado un movimiento universal de indignación. Es un crimen de lesa humanidad: el ser humano se ve todo él lesionado. Antes bien, la foto halagó fibras muy íntimas en los seguidores del futbol. La fantasía del sultán en su harén. A algunos hombres los excita, tal imagen. Hasta que les formulan la pregunta fatídica: ¿has pensado que esas muchachas podrían ser tus hijas? Fin del jolgorio.

No soy un moralista. El moralista vigila la moral de los demás. La persona moral, en cambio, procura que sus acciones no lesionen a los otros: se vigila a sí mismo. ¿Cinco pares de nalgas? No me sumen en el pánico moral. No llamaría a un exorcista ni convocaría a un concilio vaticano. Tampoco voy a invocar la manida expresión de “la pérdida de valores” (muchos de los “valores” antañones que echamos de menos eran aberraciones e injusticias socialmente legitimadas). Es algo más hondo. La intuición profunda de que el ser humano se falta al respeto a sí mismo, hombres y mujeres establecen un vínculo que no es propio de dos sujetos, sino de un sujeto (activo y deseante) y un objeto (pasivo, consumible, digerible y excretable). La constatación de que la basura se ha convertido en la materia prima más rentable del mundo. No sigo, amigos. Esta columna ha resultado extenuante, y me duele el estómago.