Cambio climático: prejuicios y aislacionismo

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En el siglo XXI nos hemos acostumbrado a juzgar los hechos de la naturaleza de conformidad con reglas que han venido elaborando múltiples disciplinas desarrolladas conforme al método científico.

Un científico hace una propuesta (plantea una hipótesis) sobre el comportamiento de los hechos naturales, se somete a la crítica de otros científicos, se comparan los resultados de la propuesta con experimentos y con los fenómenos que se pretende explicar, y así se van rechazando o no las propuestas. El resultado no es la verdad absoluta, pero es el mejor, más sencillo e incluyente conocimiento de esos hechos, que en una época dada ha alcanzado la humanidad.

Las explicaciones y teorías sobre el cambio climático han seguido esa evolución desde hace muchas décadas.

La comunidad científica ha podido acumular ya tanta información que no puede rechazar la hipótesis de que vivimos un acelerado cambio climático (el 97% de los científicos concuerdan en que el cambio climático es real e inducido por las actividades humanas: Panel Intergubernamental de Cambio Climático de Naciones Unidas. Esto no simplemente señala lo que ha ocurrido en estos años pasados. Es muy poco probable que sea falso afirmar que ese calentamiento va a continuar, si no se cambia la acción humana que se viene dando desde la revolución industrial.

Claro que es más cómodo negar esa realidad científica, y creer que tal fenómeno –que se viene generando y acelerando desde fines del siglo XVIII– no se dará en los años venideros. Es mejor creer en nuestros prejuicios. Eso es más agradable y nos causa menos congojas y trabajos.

Pero como el naturalista Bill McKibben señala en un artículo en el New York Times el 1.° de junio: “Hemos visto en 2014 un nuevo récord global de temperatura, que fue superado en 2015 y de nuevo en 2016. Hemos observado la desaparición del hielo en el Mar Ártico a un ritmo récord y también la desintegración de las grandes capas de hielo de Antártida. Se han registrado aumentos alarmantes de sequías, de inundaciones y de incendios forestales, y se ha podido relacionar esas calamidades directamente con los gases de invernadero que hemos enviado a la atmósfera”.

La evidencia es contundente: vivimos uno de los periodos más acelerados de calentamiento que ha experimentado nuestro planeta. En el pasado, periodos menos rápidos de ese fenómeno, acabaron con buena parte de la vida vegetal y animal sobre la tierra.

Acuerdos globales

Junto al método científico, la evolución de occidente ha estado signada en los últimos siglos por la construcción de fórmulas democráticas de estado de derecho, y en el siglo XX por acuerdos globales para promover objetivos compartidos por las naciones. Dependemos cada vez más de acuerdos internacionales y es cada día menor la posibilidad de practicar el aislacionismo.

Un ejemplo de esto último es el Acuerdo de París para enfrentar el cambio climático, que se produce por efecto de acciones en todos los países, y nos afecta a todos.

No ha sido para nada un camino ni fácil, ni rápido. En 1992 en la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro se suscribió la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático.

No fue hasta 1997 cuando se suscribió, para dar operatividad a esa convención, el Protocolo de Kioto sobre el cambio climático, que estableció límites a las emisiones de gases contaminantes. Ese protocolo suscrito por 187 países pero no por EE. UU., entró a regir en 2005 y fue extendido hasta 2020. Busca la disminución de las emisiones de carbono de los países industrializados, ya que ellos eran los responsables históricos y los más grande emisores. Los países de renta media y menos desarrollados en el marco del Protocolo de Kioto no tienen obligación de disminuir sus emisiones. Ello creó enfrentamientos, lo que se agravó cuando las emisiones de países en vías de desarrollo pasaron en cantidad a la de muchos países desarrollados.

Tuve el honor y el dolor de participar en la Conferencia de las Partes en La Haya en 2000 (COP6), que pretendía acelerar la implementación del Protocolo de Kioto, donde no se logró un acuerdo. Los países europeos fueron inflexibles ante las demandas de EE. UU. para disminuir el esfuerzo que se le pedía al entonces mayor contaminador del mundo.

De nada valieron los argumentos que muchos esgrimimos para que se entendiera que después del gobierno de Clinton y Gore, y ya con el candidato republicano electo, iba a ser más difícil la negociación.

Finalmente en la COP21 en París se logró el acuerdo voluntario de restricciones, su verificación, y fondos para implementar las medidas con la aprobación de todos los países salvo Siria y Nicaragua. Todos los países tienen la responsabilidad de disminuir emisiones y se comprometen a metas globales de disminución.

El Acuerdo de París, que es un acuerdo voluntario busca para el 2020 tener un marco vinculante y medible, tiene como objetivos: que el pico de generación de emisiones globales de carbón se dé en el 2020 y que por los compromisos de todos los países no se superen los 2 grados de aumento de temperatura global; que todas las naciones cooperen en la adaptación al cambio climático y en particular en ayudar a las naciones más vulnerables; y que se destinen alrededor de $100 billones al año (el 0,05% del PIB Global) en las acciones de mitigación y adaptación a partir del 2020.

Por eso es tan dolorosa y desilusionante la decisión del presidente Trump de retirarse de ese acuerdo.

Todos los países debemos seguir adelante para trocar el Acuerdo de París por un instrumento más ejecutable, y sustituir el protocolo de Kioto a su vencimiento. Es de esperar que el sistema de pesos y contrapesos de la democracia de EE. UU. permita a sus estados, empresas y a sus científicos seguir contribuyendo para alcanzar al menos las metas del Acuerdo de París, cuya concertación tanto debe a nuestra distinguida compatriota doña Christiana Figueres.

Miguel Ángel Rodríguez es expresidente de la República y economista.