Editorial: Charanga agropecuaria en este Gobierno

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Hace treinta años se tomó la correcta decisión de promover un cambio profundo en la estructura productiva de Costa Rica, para que esta pudiera integrarse mejor al mundo del comercio internacional y generar mayor bienestar para la población.

El proceso, a pesar de sus limitaciones y carencias, ha sido exitoso y hoy disfrutamos muchos de esos resultados.

Datos recientes del Banco Central de Costa Rica muestran que desde hace tiempo dejamos de ser un país esencialmente agrícola y que los servicios desempeñan ahora un papel preponderante, como sucede en muchas de las economías modernas.

Esto es importante porque servicios es un sector mejor remunerado y permite que aprovechemos mejor las ventajas de una población relativamente mejor educada.

En este proceso, paulatino pero sostenido, se ha tenido especial cuidado de evitar dislocaciones graves en el sector agropecuario: en el marco multilateral, los plazos de la desgravación arancelaria han sido extensos y los aranceles siguen siendo altos, mientras que las barreras no arancelarias se convirtieron en aranceles que otorgaban el mismo grado de protección.

Lo anterior se debe al hecho de que en los acuerdos bilaterales que ha suscrito el país abundan las exclusiones agrícolas, las cuotas arancelarias, las salvaguardias especiales y los plazos extraordinarios.

Este trato privilegiado ha pretendido brindar a los productores costarricenses el tiempo requerido para que los sectores sensibles realicen los ajustes necesarios para competir o, dependiendo del caso, sustituir sus cultivos por otros más rentables.

El Estado puede desempeñar aquí un papel complementario importante, invirtiendo en infraestructura rural, dando apoyo para mejorar las semillas, incentivando el uso de tecnología, fortaleciendo los canales de comercialización, favoreciendo el acceso al crédito y facilitando el acceso a insumos más baratos, entre muchos otros tipos de apoyo.

En su lugar, la política agropecuaria de la administración Solís Rivera –aunque la inoperancia no es exclusiva de este gobierno– se ha centrado en elevar a rango constitucional el confuso concepto de “soberanía alimentaria”, entusiasmar al “zombi” del Consejo Nacional de Producción (CNP), adoptar a Daniela –la cerdita presidencial–, hincarse ante los arroceros y otros grupos poderosos, y abusar de arbitrarias barreras no arancelarias al son del inmaduro, arrogante y desubicado director del Servicio Fitosanitario del Estado –Francisco Dall’Anese Álvarez–y del entusiasta ministro de Comunicación –Mauricio Herrera Ulloa–, repartidor ocasional de aguacates.

Nuestro reportaje de la semana anterior sobre la situación de los frijoleros y las trabas que enfrentan para sobrevivir es elocuente. Cunde el desorden y la falta de respuestas adecuadas. La salida fácil sería inventarse alguna nueva modalidad de restricción a las importaciones, hacer que el CNP compre la cosecha a precios altos, los venda a precios bajos, y que todos asumamos las pérdidas.

Esas políticas empobrecedoras han sido probadas y han fracasado. La respuesta correcta es ponerse a trabajar en serio en mejorar los factores que afectan la competitividad de este sector para que eleven sus niveles de rentabilidad.

Para eso hay que dejar de lado la retórica populista imperante, tener claro que es irreal volver al autarquismo, y contraproducente pretender alejarse de los esquemas de integración regional más prometedores, como es el de la Alianza del Pacífico.

Se requiere más visión y menos dogma.